Lectura 6:00 min
Estados Unidos no puede decir no a la política industrial
Cuando la economía estadounidense encalló a finales de los años 1970, los argumentos a favor del neoliberalismo prevalecieron sobre los argumentos a favor de una política industrial activista. Sin embargo, incluso si uno sigue convencido de los argumentos de la generación anterior contra el desarrollo liderado por el gobierno, la política industrial se ha vuelto inevitable.
BERKELEY. A fines de los años setenta, la economía estadounidense parecía estar en medio de graves problemas. Años de inflación habían provocado un profundo malestar; el crecimiento de la productividad había disminuido del 2% anual posterior a la Segunda Guerra Mundial a casi cero; y Estados Unidos parecía cada vez más incapaz de hacer frente a perturbaciones geopolíticas y geoeconómicas. Frente a estos problemas, se proponían soluciones que podían separarse en dos categorías: neoliberalismo y política industrial activa. Ganaron los neoliberales.
El neoliberalismo pedía achicar el Estado, desregular lo más posible, flexibilizar la aplicación de la política antimonopolio y aceptar una mayor desigualdad económica como un precio razonable a cambio de revitalizar la empresa privada y motivar a los creadores de empleo. El supuesto central era que los mercados siempre funcionan mejor que la intervención estatal. Pero hoy la visión de consenso es que esta estrategia fue un fracaso rotundo.
Nada salió como esperaban los defensores del neoliberalismo (a menos que se incluya el marcado aumento en la desigualdad de ingresos y riqueza de las últimas cuatro décadas). Muchos ricos, armados con grandes megáfonos, ven este aspecto de nuestra Segunda Edad Dorada como una señal de éxito; yo no, y sospecho que la mayoría de los estadounidenses comparte mi opinión.
En cuanto a la política industrial activa, nació muerta, porque el principal argumento contra ella resultó muy convincente. No decía que los mercados siempre hacen las cosas bien, o que no hubiera antecedentes históricos de una política industrial prodesarrollo exitosa. Por el contrario, había consenso en que el uso de intervenciones públicas dirigidas a crear y financiar escuelas, bancos y ferrocarriles e introducir el tipo adecuado de aranceles y otras barreras para proteger a industrias nacientes genuinas había permitido a los países aprovechar las oportunidades económicas generadas por las tecnologías industriales.
Tampoco nadie sostenía en serio que la prosperidad de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial fuera resultado de una política general de laissez faire. Con una gran excepción: la escuela negacionista de la Universidad de Chicago, que ignoró deliberadamente la función que había cumplido el sector público estadounidense desde 1933 en dirigir y subsidiar inversiones, estabilizar la demanda y los mercados y destinar enormes recursos a actividades de investigación y desarrollo en ciencia y tecnología. Sólo podían fingir que no veían que la prosperidad estadounidense se basaba en la actuación del sector público en la creación y orquestación del conocimiento científico y de la experiencia tecnológica, y en el apoyo a las comunidades de talento ingenieril necesario para ponerlos en práctica.
De modo que el único argumento convincente contra una política industrial activa en los ochenta (y el único que ha habido desde entonces) fue que el Estados Unidos de después de los años setenta carecía de capacidad estatal para llevarla adelante. Como escribió Charles L. Schultze, expresidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, en la edición del Brookings Review de otoño de 1983:
“No sólo sería imposible para el Estado elegir por adelantado una combinación industrial ganadora, sino que el mero intento sería casi con seguridad muy dañino. Hay muchas funciones importantes que sólo el Estado puede cumplir; y con esfuerzo y vigilancia constantes, puede cumplirlas razonablemente bien. Pero la única cosa que la mayoría de los sistemas políticos democráticos (y sobre todo el estadounidense) jamás podrán hacer bien es tomar decisiones críticas entre empresas, municipalidades o regiones particulares y determinar a sangre fría cuál debe prosperar y cuál no. Sin embargo, es precisamente la clase de decisiones que habría que tomar (y en forma explícita) para que una política industrial sea algo más que una mera apropiación de fondos al servicio de intereses particulares”.
El argumento resultó muy convincente. En aquel tiempo existía la sensación de que muchas decisiones gubernamentales no se tomaban pensando en el interés público sino en aquello que admitió involuntariamente la senadora Barbara Boxer cuando hablando de un proyecto relacionado con el bombardero B-2, dijo que este tenía (para el Estado que ella representaba) una gran capacidad de payroll (nómina salarial) cuando, en realidad, hubiera debido decir payload (carga útil). Muchas de las agencias que estarían encargadas de gestionar y dirigir los programas de desarrollo económico parecían haber caído en manos de inversores, gerentes u oligopolios de uno u otro tipo. Muchos rascacielos en K Street (la industria del lobby en Washington) estaban financiados por grupos de intereses, y trabajaban en ellos muchos exlegisladores y sus auxiliares. La idea de un análisis tecnocrático de costo–beneficio al servicio del interés público no podía ser otra cosa que una farsa.
Pero ahora, Estados Unidos tiene tres grandes razones para encarar de lleno una política industrial. En primer lugar, el calentamiento global, un desastre en ciernes que demanda acciones de una escala mucho mayor que la que acertadamente pidió Al Gore hace casi medio siglo. En segundo lugar, la necesidad de reorientar la economía estadounidense, para que la plutocracia y las finanzas concentradas en las costas den paso a la prosperidad de las clases media y trabajadora en todo el territorio. Y en tercer lugar, el anuncio del presidente chino Xi Jinping de una alianza ilimitada con su par ruso Vladimir Putin, justo antes de que el segundo iniciara la invasión total de Ucrania. Desde entonces, es evidente que atravesamos una transición geopolítica y geoeconómica histórica en la que, como escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones, “la defensa es mucho más importante que la opulencia”.
Por estas razones, la cuestión de política económica más importante para Estados Unidos hoy no es “política industrial, ¿sí o no?”, porque no hay alternativa. La cuestión real es esta: ¿qué podemos hacer para refutar a Schultze?
El autor
J. Bradford DeLong, exsecretario adjunto del Tesoro de los Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley y autor de Slouching Towards Utopia: An Economic History of the Twentieth Century (Basic Books, 2022).
Traducción: Esteban Flamini
Copyright: Project Syndicate, 2024