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Opinión

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¿Estamos solos en el universo? (II)

El 19 de octubre de 2017, se detectó en el Observatorio de Haleakala, Hawái, la presencia de un objeto no identificado que se desplazaba con una fuerza no gravitacional a 30 millones de kilómetros de la Tierra y que provenía de fuera del sistema solar. Pasó durante 11 días y se alejó de nuestro planeta. No se trataba de un cometa ni de un asteroide, así que los científicos se quedaron asombrados. Le llamaron Oumuamua, que en lengua hawaiana quiere decir “explorador”, sugiriendo que el objeto es un “explorador mensajero enviado desde el más antiguo pasado para llegar a la humanidad”.

El objeto ciertamente representaba una anomalía, algo nunca visto. Los cosmólogos apuraron teorías que podrían explicar a Oumuamua, pero quien más se arriesgó fue el astrofísico Avi Loeb, entonces director del departamento de Astronomía de Harvard, quien dijo que, por su forma, por sus movimientos y por cómo refleja la luz solar, la única explicación posible es que fuera un objeto creado por una civilización extraterrestre. Poco después presentó su libro Extraterrestrial: The First Sign of Intelligent Life Beyond Earth, en el que escribía: “se trata de una hipótesis, por supuesto, pero es una hipótesis completamente científica. El error más grave que podemos cometer es no tomar esta posibilidad lo suficientemente en serio”.

Básicamente, no encontraba explicación para su inaudita forma alargada y para su potente reflejo de la luz solar, que se multiplicaba por diez, por lo que pensaba que tenía una superficie metálica. En una entrevista para el Washington Post recordaba que la historia está llena de casos en que el consenso científico se ha equivocado por ser demasiado conservador (“un conservadurismo extraordinario conduce a una ignorancia extraordinaria”), e insistía: “averigüemos, respetemos las pruebas en lugar de decir: 'oh, siempre son rocas, nunca son extraterrestres'”.

Loeb creció en un kibutz, en Israel, en donde por las noches tomaba el tractor y se alejaba de todos para dedicarse a ver las estrellas, consumiendo además, de manera precoz, una considerable cantidad de libros de filosofía. En mayo de este año sostuvo una entrevista con la revista de la Universidad de Chicago, en la que dijo: “si lo ves como una reliquia tecnológica, la situación más probable es que [Oumuamua] tenga miles de millones de años, porque la mayoría de las estrellas nacieron miles de millones de años antes que el sol. Y así, si tenían una civilización tecnológica, ya enviaron sus misiones como las nuestras Voyager 1, Voyager 2, y 1,000 millones de años después esas sondas ya no son funcionales. Son como botellas de plástico en una playa. No funcionan realmente, pero están ahí fuera, y podemos aprender sobre otras civilizaciones haciendo arqueología espacial”.

Se refiere a la teoría del Gran Filtro, desarrollada en el contexto de la paradoja de Fermi (¿por qué si hay tantos planetas en el universo que podrían albergar vida, no tenemos aún evidencia de que exista?), y que postula, en resumen, que hay muy pocas posibilidades de hacer contacto con otras inteligencias, entre otras cosas porque las civilizaciones se pueden autodestruir mediante su propia tecnología. “Sabemos que estamos desarrollando los medios para nuestra destrucción –dice Loeb–; si observamos el cambio climático y otros riesgos a los que nos enfrentamos, no está claro que vayamos a sobrevivir durante muchos siglos en el futuro. Así que una de las razones por las que no estamos recibiendo señales de radio del cielo, es quizá porque las civilizaciones son efímeras. Las que desarrollan capacidades tecnológicas no sobreviven mucho tiempo. El Gran Filtro significa que las civilizaciones son de corta duración, y por lo tanto tienes una posibilidad pequeña de coexistir cuando están cerca”.

Sobra decir que su libro fue un éxito de ventas y que entró a la lista del New York Times. No obstante, otras teorías sugieren que Oumuamua es probablemente un fragmento de hielo de nitrógeno procedente de un mundo similar a Plutón, situado en un sistema solar muy lejano. Según esto, a medida que las capas externas de hielo de nitrógeno se evaporaron, la forma del cuerpo se fue haciendo cada vez más plana, como sucedería con un jabón que con el uso elimina sus capas externas.

Sin embargo, Loeb niega que sea hielo de nitrógeno, puesto que necesariamente tendría carbono, y ese elemento no se ha encontrado en Oumuamua. Fiel al método científico, ha dicho que tal vez alguna de las hipótesis que tratan de explicar el origen natural de Oumuamua “resulte más atractiva que mi sugerencia, y entonces por supuesto que cambiaré de opinión”. Pero sigue investigando (y afirmando) la posibilidad de vida fuera de esta Tierra.

¿La más absoluta soledad?

Una de las imágenes más famosas de la historia es la llamada Hubble Ultra Deep Field, que cualquiera puede buscar en Google. En ella, lo que parecerían ser estrellas que se ven a lo lejos, en el espacio exterior, son en realidad 10,000 galaxias. De hecho, esa muestra es una pequeña parte del espacio exterior, que representa apenas una 128 millonésima parte del cielo nocturno. Si tomáramos esto como modelo, en todo el espacio visible desde la Tierra hay 3 trillones de galaxias, y en cada una hay entre 200,000 millones y un trillón de estrellas. Eso es solo lo que podemos advertir desde aquí.

Lo que exista más allá, sigue siendo el arcano más inconmensurable, misterioso e impenetrable de todos. Lo que Loeb postula cabe dentro del principio de la mediocridad, que afirma que la Tierra es un planeta que no tiene nada de especial, y que la vida es algo que se desarrolla comúnmente en el universo. La famosa ecuación de Drake, en un cálculo sumamente conservador, plantea la existencia de al menos 1 millón de planetas con vida apenas en el entorno más cercano a nuestro sistema solar. Pero, en contraposición, está la teoría de la Tierra Rara, que afirma que es justo al revés: nuestro planeta y nuestro sistema solar en realidad reúnen una infinidad de características que los hacen sumamente especiales, quizá irrepetibles, y por ello es muy probable que en ningún otro lugar del universo exista la vida.

Para que la vida suceda, en principio debe ser en planetas que se encuentren a una distancia conveniente de su sol, pero además que tengan gigantes que los protejan de seguros impactos de asteroides y cometas, como en nuestro caso sucede con Júpiter y Saturno. La precisión matemática de las órbitas de estos dos colosos hizo que, convenientemente, hagan su traslación tan alejados de la Tierra. Nuestro satélite, tan grande en comparación con el planeta, también es un acontecimiento raro en el universo, y favorece la rápida rotación de la Tierra, la regularidad entre noche y día y la fotosíntesis. Su tamaño hace que tengamos la precesión exacta que posibilita la aparición de la vida pluricelular. Nuestra Luna también favorece las estaciones, y que no haya cambios rápidos de temperatura que acabarían con la vida. El campo magnético que nos protege contra la radiación solar es también algo muy especial, y nuestro sol se encuentra en un lugar adecuado, lejos de las congregaciones de supernovas que hay por ejemplo en el centro de la galaxia.

Sí, esta teoría presupone que vivimos en la más profunda e insondable soledad en todo este espacio abismal. ¿Qué descubriremos en los años y décadas siguientes? ¿Se corroborará la teoría de la Tierra Rara o el principio de mediocridad? El lanzamiento del observatorio espacial James Webb, a finales de este año, será un acontecimiento inigualable que podría darnos la respuesta. Este telescopio será capaz de detectar la luz de las primeras galaxias que se formaron en el universo, examinando cada fase de la historia cósmica, desde los primeros destellos luminosos después del Big Bang.

El James Webb no orbitará la Tierra, sino el sol, contando con una impresionante tecnología para neutralizar las abrasadoras temperaturas. Esta máquina del tiempo podrá observar hasta 13,600 millones de años atrás. El otro impresionante proyecto es el Telescopio Extremadamente Grande (Extremely Large Telescope), que construye el Observatorio Europeo Austral en el desierto de Atacama, en Chile, y que también permitirá conocer los límites del universo. Ambos explorarán los exoplanetas, sus atmósferas y las señales que puedan tener de vida, como moléculas orgánicas.

Interestelar

En la primavera de 2015, una limusina llegó hasta el Centro de Astrofísica de la Universidad de Harvard. De ella se bajó un empresario de Silicon Valley, a quien sus padres nombraron en honor a Yuri Gagarin, el primer humano en viajar al espacio exterior. A Yuri Milner se le calcula una fortuna de 3,000 millones de dólares, y ese día se sentó en la oficina de Avi Loeb y le dijo: “¿estaría dispuesto a liderar un proyecto cuyo objetivo sea visitar la estrella más cercana en lo que me queda de vida?” El científico garabateó algunas cifras.

En abril de 2016, Milner, Loeb y el mismísimo Stephen Hawking presentaron el proyecto Breakthrough Starshot, que consiste en enviar al espacio micronaves impulsadas por velas solares, que puedan viajar a la estrella Alfa Centauri y al planeta Próxima Centauri a una velocidad de hasta 20% de la luz, por lo que tardaría unos 25 años en llegar hasta ahí, y otros cuatro en mandar las señales a la Tierra.

Próxima Centauri tiene características muy similares a nuestro planeta y se encuentra en una zona habitable con respecto a su estrella. Milner puso de entrada 100 millones de dólares para el inicio del proyecto, pero estima que podría llegar a costar hasta 10,000 millones. Otro filántropo hiperacaudalado, Mark Zuckerberg, también lo patrocina. La primera nave podría lanzarse en 2036. Quizá podamos entonces encontrar respuestas a las preguntas más fundamentales.

¿Qué le parecería más desconcertante, que haya vida extraterrestre o que encontremos que no la hay?, le preguntaron a ese científico que en su juventud se robaba el tractor de su granja para ir a ver las estrellas. “Nacemos en este mundo como actores en un escenario sin un guión –respondió–. No sabemos para qué estamos aquí. Sería interesante saber qué obra estamos representando. Más allá de hacer ciencia, está la cuestión profunda de cuál es el sentido de la vida. Para mí, el aspecto más agradable de estar vivo es tratar de averiguar qué está pasando en este escenario”.

No cabe duda que nos espera un emocionantísimo futuro con los nuevos observatorios, las velas cósmicas que nos dirán si hay seres vivos en otros sistemas, más lo que la tecnología avance en los años por venir. A todos esos proyectos se deben sumar las misiones de la NASA, otras agencias y Elon Musk de colonizar Marte con una población de 1 millón de personas, para convertirnos en una especie interplanetaria capaz de sobrevivir si en la Tierra ocurre un (bastante probable) fenómeno de extinción. Lo que veremos en los próximos años, lo que sabremos, sea cual sea el resultado, con absoluta certeza nos llenará de asombro y estupefacción.

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José Manuel Valiñas es articulista de política internacional. Dirigió la revista Inversionista y es cofundador de la revista S1ngular.

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