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Opinión

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La genuina pena de una vida breve

Foto: Especial

La noticia fue terrible y conmocionó a la ciudad entera. Artículos, elegías y oraciones fúnebres se publicaron durante semanas y aunque los ojos no quisieran ver y los oídos se resistieran a escuchar, todos supieron que era cierto: Manuel Acuña, joven poeta, estudiante de medicina, había consumido una cantidad mortal de cianuro de potasio y se había quitado la vida. Su cuerpo inerte había sido descubierto, en la habitación número 13 de los dormitorios estudiantiles de la Escuela Nacional de Medicina, la mañana del 6 de diciembre de 1873.

Nacido en agosto de 1849 en Santiago de Saltillo, Coahuila, Manuel, a diferencia de sus 14 hermanos, quería aprender, leer, convertirse en médico, moverse, tener un futuro mejor. Entonces, una vez concluidos sus primeros estudios en el Colegio Josefino en su ciudad natal, hizo sus maletas y emprendió un viaje del que nunca volvería. Llegó a la Ciudad de México a los 16 años y se matriculó en el Colegio de San Ildefonso, en aquellos momentos, ya la Escuela Nacional Preparatoria y decidió estudiar lo necesario para matricularse en la carrera de Medicina. Aprobó matemáticas, latín, francés y filosofía, todas con buenas notas y menciones por “su mucha dedicación constante en el estudio” y al final todo salió muy bien.  En 1866 fue aceptado y consiguió vivienda bajo el segundo patio de la Escuela de Medicina.

Sin dejar de ir a clases, Acuña muy pronto se abandonó tanto a las dificultades de la medicina, como a los agridulces tormentos de las letras con idéntica pasión. La misma cantidad de tiempo dedicaba a componer sus monografías sobre la cavidad céfalo raquidiana que a publicar ensayos para la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl y escribir colaboraciones para El Renacimiento, El Libre Pensador, El Federalista, y El Eco de Ambos Mundos. Fue invitado de las tertulias literarias de Ignacio Manuel Altamirano, donde conoció a un puñado de jóvenes talentos como Agustín F. Cuenca, Justo Sierra y Juan de Dios Peza -al que consideraba como su hermano- y muy pronto comenzó a ser reconocido como una gran promesa de las letras nacionales.

En 1871 se estrenó su obra “El Pasado", drama de su inspiración que recibió una buena acogida por parte del público. La miel de las amables críticas endulzaba sus oídos y la gloria del triunfo coronaba su cabeza. Su destino se antojaba luminoso, se apostaba por una obra de Acuña larga y fecunda, amigos y lectores querían más. Entre teatros llenos, largas noches de celebraciones salpicadas con ajenjo, comenzó a escribirse un relato de su vida donde, mientras el poeta firmaba cráneos con su nombre, preparaba la medicina de su muerte y ocupaba su corazón en otra cosa: a señorita Rosario de la Peña.

Famosa por haber sido musa de varios de los poetas del México de finales del siglo XIX, sin haber escrito jamás ninguna línea o verso, Rosario sabía declamar y hablaba con soltura sobre poesía, política y literatura. Encantadora anfitriona, recibía en su casa, sita en Santa Isabel No 10, en Ciudad de México, todos los miércoles y sábados, a quienes quisieran conversar sobre artes y cultura. Hasta allí acudían quienes, deslumbrados por ella, afirmaban que su inteligencia y su buen trato valían más que su hermosura y buscaban ocasión para conquistarla. Ninguno lo logró. Ilusionados, llevando libros y leyendo versos, desfilaron por su casa Ignacio Ramírez “El Nigromante”, Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano, Justo Sierra, Manuel María Flórez, Juan de Dios Peza, José Martí y, con mayor frecuencia que los demás, Manuel Acuña.

Cuenta una de las versiones más sonadas sobre la muerte del poeta que éste decidió quitarse la vida luego de que la señorita De la Peña, destinataria de su célebre obra “Nocturno a Rosario”, le reclamara por llamarla su “santa prometida” al mismo tiempo que Acuña sostenía otros romances con una joven lavandera, conocida como “Celi”, y con la escritora Laura Méndez Lefort. Otras versiones desmintieron que el suicidio hubiera sido por su causa y lo atribuyeron al estado. de por sí melancólico del poeta, que siempre “parecía estar buscando la muerte”.

Sin embargo, en la hora definitiva -un día como mañana, lector querido- las elegías se confundieron con versos y las palabras pronunciadas en el funeral de Manuel Acuña estremecieron a jóvenes y viejos, estúpidos y sabios. Todo mundo pareció ignorar que el maestro Altamirano había imprecado a la joven Rosario afirmando que Acuña se había matado por su culpa. Humedeciendo hasta los más secos pensamientos y malintencionados pensamientos, todos lloraron de genuina pena cuando, durante el funeral, se  escuchó en voz alta  “Ante un cadáver”, una de las primeras obras del poeta  y que terminaba así:

«La muerte no es la nada

Sino para la chispa transitoria

cuya luz ignorada

Pasa sin alcanzar una mirada

De la pupila augusta de la historia.»

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