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Opinión

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La nueva vestimenta engañosa de la política industrial

Si la nueva estrategia industrial ofrece ideas para una mejor gobernanza pública, es útil. Pero se vuelve positivamente peligroso cuando se recurre al sector privado, donde las intervenciones estatales inevitablemente socavan la competencia, alteran las señales de precios y debilitan la motivación para innovar.

CHICAGO. A pesar de todos los elefantes blancos que salpican al mundo de hoy como un recordatorio de los fracasos del pasado en materia de política industrial, los gobiernos, una vez más, pretenden implementar subsidios, regulación y proteccionismo para garantizar que las posiciones dominantes de sus economías estén ocupadas por empresas domésticas que creen empleos domésticos.

Los nuevos evangelistas de la política industrial invocan el éxito de la misión lunar de Estados Unidos en los años 1960 y, con ambiciones aún mayores en mente, la han rebautizado de estrategia industrial. A su favor, como una manera de gestionar el gobierno en las áreas donde el gobierno funciona mejor, la estrategia industrial aplica ideas sensatas. Empezando por un desafío apremiante como reducir a la mitad las emisiones del país para 2035, la tarea está desglosada en “misiones” específicas con objetivos amplios pero mensurables, y se incluye a los actores relevantes del país.

Menos atractiva es la visión de una nueva burocracia voluminosa, con una junta central asesorada por expertos (los académicos siempre encuentran un lugar dónde ubicarse) que coordina todas las misiones (cada una con su propia junta). Al depositar tanta confianza en una coordinación verticalista entre los ministerios, el sector privado, los sindicatos y la sociedad civil, los evangelistas a veces parecen ingenuamente optimistas sobre la capacidad burocrática o la falta de batallas territoriales. Al articular su sueño neo-estatista, le están dando licencia al instinto innato de todos los gobiernos de querer intervenir y expandirse.

Sin embargo, en tanto la nueva estrategia industrial ofrezca ideas para una mejor gobernanza pública, en conjunto resulta útil. Pero se vuelve definitivamente peligrosa cuando defiende la intervención en el sector privado. Con el apoyo que ofrecen los subsidios, los préstamos, los recortes impositivos, los aranceles, la contratación pública y demás, algunos participantes selectos del mercado serán alistados para perseguir no sólo resultados económicos, sino también sociales y ambientales.

Al igual que la política industrial del pasado, esta estrategia mina la competencia, altera las señales de precios e insiste en que el desempeño corporativo sea juzgado según criterios diferentes a la rentabilidad, como por ejemplo intereses nacionales parroquiales.

Por estas razones, la estrategia industrial –aun si es lanzada con la mejor de las intenciones– siempre debilita la vitalidad de los esfuerzos económicos privados. Si a esto se le suma el lobby, el favoritismo y la corrupción que rodean a cualquier iniciativa pública donde se manejan miles de millones de dólares, resulta difícil creer que esta estrategia alguna vez pueda ser la solución ideal para los mayores desafíos del mundo.

Dado que la política industrial (perdón, la estrategia industrial) es implementada por un gobierno, refleja intereses nacionales percibidos, no necesidades globales o individuales. Para ver por qué esto es un problema, basta con analizar la fabricación de chips. Todo país de tamaño económico razonable hoy quiere una planta de fabricación doméstica para protegerse de las escaseces globales, y para sustentar la producción militar en caso de guerra.

Pero los beneficios del reaseguro son invariablemente exagerados. Como ningún país puede fabricar todos los chips que necesita su industria, un fabricante doméstico no garantiza una protección de todas las escaseces. Asimismo, si una escasez es global, debe existir alguna razón que la justifique, como una pandemia. ¿Por qué el fabricante de chips doméstico sería inmune?

Cuando existe libre comercio en el sector de los chips, impulsado por precios de mercado y el afán de lucro, la oferta será asignada allí donde exista la mayor necesidad. Pero si los gobiernos controlan la producción porque han subsidiado a los fabricantes de chips domésticos, todos pueden terminar peor que como empezaron. Digo “pueden” porque el afán de lucro es difícil de eliminar por completo. Todos los países pueden dirigir el uso de los chips que fabrican sólo si no existe el contrabando. Pero si hay múltiples países usuarios con escaseces severas (y, por ende, precios elevados), ¿qué va a impedir que los chips sean contrabandeados desde los países que tienen muchos a los que no? Obtenemos resultados próximos al mercado, pero con costos más altos.

El argumento de la seguridad nacional sufre el mismo problema. Aunque Rusia haya sido severamente sancionada por gran parte del mundo que fabrica chips, ha podido llevar adelante una guerra declarada con armamentos modernos que contienen muchos chips, y sin un fabricante de chips importante propio.

Como sea, tener un fabricante de chips en el propio país no garantiza resiliencia, ya que la cadena de suministro de chips atraviesa otros países. Por ejemplo, las máquinas que fabrican los chips más avanzados son producidas por ASML en los Países Bajos, que puede apagarlas de manera remota con interruptores de apagado de emergencia. Si los diseños, las obleas, las máquinas y los productos químicos clave deben producirse en el mismo país para lograr una verdadera seguridad, sólo una economía continental de envergadura como Estados Unidos –y quizá China y la Unión Europea– puede obtener una independencia manufacturera significativa, y sólo a un costo sideral.

Parte del costo es el subsidio necesario para lograr que los fabricantes domésticos poco competitivos se acerquen más a la frontera tecnológica. A través de la Ley Chips y Ciencia, Estados Unidos está otorgándole enormes subsidios a Intel, que dejó de ser un líder global en fabricación de chips hace tiempo. Por ser parte de una estrategia industrial, este dinero está sujeto a condiciones, como restricciones en el uso de talento y contratación extranjeros, y requisitos para promover diversos objetivos sociales y éticos, como la creación de empleos técnicos calificados que no requieren de una licenciatura. Con tantas cargas adicionales impuestas a un fabricante ya en crisis, y una escasez fundamental en Estados Unidos del tipo de personal que requieren las plantas de chips sofisticadas, no sorprende que las nuevas plantas de Intel y hasta del líder de la industria, TSMC, en Estados Unidos se hayan retrasado mucho.

Estos tampoco son costos únicos. Cuando los países grandes quieren otorgar subsidios a una industria, toda la industria se volverá dependiente del apoyo estatal. Las inversiones no estarán impulsadas por las ganancias y la competencia, sino por subsidios, políticas de seguridad nacional y burócratas, lo que llevará a saturaciones y pérdidas periódicas. La innovación también puede verse afectada, a pesar de los subsidios a la investigación, porque los rezagados subsidiados harán bajar las ganancias en toda la industria, y esto dejará a los líderes con menores excedentes para invertir en investigación y desarrollo.

Lo lógico sería que las economías medianas se mantuvieran al margen de este frenesí. Pero la estrategia industrial –especialmente cuando tiene el sello de las economías líderes– resulta demasiado tentadora para los líderes políticos que quieren atribuirse el mérito de crear nuevas industrias relucientes. En consecuencia, después de prometer 10,000 millones de dólares en subsidios para chips y garantizar sólo la promesa de unos pocos empleos e instalaciones que produzcan chips de generaciones anteriores, India está redoblando la apuesta con otros 15,000 millones de dólares en subsidios que difícilmente pueda permitirse. ¿Este dinero no se invertiría mejor en abrir decenas de miles de escuelas primarias de alta calidad, miles de escuelas secundarias de alta nivel y cientos de universidades de primera línea?

Ahora que la estrategia industrial de China insta a que las democracias desarrolladas tomen medidas recíprocas, las mismas tendencias han arrasado con los vehículos eléctricos, las células solares y las baterías. En lugar de permitir que los mercados competitivos impulsen la innovación en tecnología verde y la producción barata para el bien mundial, estamos balcanizando y debilitando esos sectores críticos con aranceles, subvenciones y zombis sustentados por el gobierno. Habremos ganado la batalla de la producción nacional y, al mismo tiempo, habremos perdido terreno en la guerra contra el cambio climático.

Necesitamos un diálogo global en el lugar apropiado para la estrategia industrial. De lo contrario, podemos esperar muchos más paquidermos pálidos ruinosamente caros.

El autor

Raghuram G. Rajan, exgobernador del Banco de la Reserva de la India y economista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor de Finanzas en la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago y coautor (junto con Rohit Lamba) de Breaking the Mold: India’s Untraveled Path to Prosperity (Princeton University Press, mayo 2024).

Copyright: Project Syndicate, 2024

www.projectsyndicate.org

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