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Opinión

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Las mentiras: privilegio de autoridades

El domingo pasado, López Obrador presentó su sexto informe de gobierno en el Zócalo de la Ciudad de México. En un país que atraviesa por uno de los momentos de mayor incertidumbre jurídica y económica en décadas, llamó la atención de varios analistas y líderes de opinión, la cantidad de mentiras e información engañosa que el presidente incluyó en su informe, y la desvergüenza con la que las expuso.

Entre otros aspectos, sobresalieron sus expresiones asegurando que el programa IMSS-Bienestar es “mejor que en Dinamarca”, así como la información presentada sobre otros temas, como la investigación sobre el caso Ayotzinapa, y la reducción de delitos, que fueron desmentidos con datos duros en diversas notas periodísticas.

Ya sea que López Obrador se hubiera convencido de su propia verdad, o que pretendiera usar sus mentiras para reafirmar la imagen de sí mismo que ha construido para sus seguidores, es evidente que tenía muy claro que la desinformación a la sociedad no le traería consecuencias legales. Tan es así que ayer reconoció abiertamente en su conferencia matutina que sus declaraciones sobre el sistema de salud fueron un “plan con maña” para que pudiera “dar la nota” a quienes “luego se enojan”.

Es cierto que los mexicanos estamos ya acostumbrados a desconfiar de la información que difunden los servidores públicos, sin embargo la falta de mecanismos legales para combatir efectivamente la desinformación pública y la forma en la que el presidente la ha utilizado, se han vuelto ya un peligro real para nuestra democracia.

Por una parte, aun cuando el artículo 6º de la Constitución General establece que el Estado debe garantizar el derecho a la información, la realidad es que la escasa regulación sobre la veracidad de la información pública, así como la falta de recursos efectivos para sancionar su incumplimiento, han permitido que la mentira oficial se vuelva ya una práctica diaria. Esta ligereza regulatoria contrasta con el rigor con el que nuestro marco jurídico regula a las mentiras cuando provienen de particulares.

La Constitución, por ejemplo, obliga a los concesionarios de radiodifusión a preservar la veracidad de la información que difunden. Los comerciantes, por su parte, tienen prohibido engañar a los consumidores, e incluso la falsedad de manifestaciones por parte de un ciudadano frente a la autoridad se castiga hasta con prisión. Puede decirse entonces que los particulares tienen prohibido mentir a las autoridades, mientras que las autoridades pueden mentir a los particulares sin consecuencia alguna.

Más allá de que las mentiras se han vuelto así un privilegio de las autoridades, el contraste que existe en su regulación representa una afectación al derecho a la información, pues mientras la autoridad puede difundir masivamente información engañosa, los medios de comunicación encuentran muchas restricciones y riesgos para desmentirla, lo que genera una asimetría en la difusión de las distintas versiones.

López Obrador además ha utilizado información sin sustento, para basar algunas de sus iniciativas de reformas constitucionales, lo que permite cuestionar la legitimidad de las modificaciones. Basta con leer las iniciativas del Ejecutivo para extinguir a los organismos autónomos (OCA), y para reestructurar al Poder Judicial, para identificar aseveraciones gratuitas, como que los órganos jurisdiccionales muestran “desinterés en cumplir con sus deberes constitucionales y dirección en sus funciones en favor de los intereses de los grupos del poder”, o que los OCA “han garantizado intereses privados, pues incluso, en varios casos el objetivo de los organismos fue para cooptar núcleos académicos, políticos, económicos y de representación social”. Es así como las mentiras oficiales pueden llegar a poner en riesgo la propia democracia de un Estado.

dnunez@soriaabogados.com

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