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Opinión

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Los jesuitas de Tarahumara, fieles al misterio y a la justicia

Foto EE: Especial

En memoria de Javier Campos, S.J. y Joaquín Mora, S.J.

Este lunes se cumplió de un modo atroz y dolorosamente el ruego de Ignacio de Loyola que heredó a los jesuitas: “Ponme con tu hijo” (con Jesús en la cruz, en la abnegación, en el momento del abandono y el misterio, caminando al lado de los desvalidos, reivindicando a las mujeres apedreadas). El cobarde triple homicidio perpetrado dentro de un templo católico en Cerocachui, en la Sierra Tarahumara, es la resultante de esa opción radical que han abrazado los misioneros jesuitas desde su fundación en el siglo XVI.

Los descendientes espirituales del padre Ignacio, en todas las épocas, al tiempo que comunican la fe, comparten esperanza, conocimiento, artes, el valor de la libertad y de la irrecusable dignidad humana, lo mismo desde un campus universitario que desde las montañas o los territorios donde los indígenas son hostigados y expulsados; desde el caminar con migrantes y refugiados y hasta en las fábricas y sindicatos. Su vasta formación en espiritualidad, humanidades y ciencias les hace aptos para ser la voz de muchas y muchos que no la tienen, o que no es escuchada. Y esa vocación a menudo representa una amenaza a los poderes y a los intereses de quienes se los disputan.

Y la suerte de los mensajeros de justicia, de la dignidad humana y de la esperanza verdadera fundada en un misterio trascendente suele ser la persecución y el martirio.

El asesinato de los misioneros Javier Campos Morales, el padre Gallo, y Joaquín Mora Salazar, con décadas de servicio a los rarámuri en la Sierra Tarahumara y a la población mestiza de Cerocahui, a quienes acompañaron espiritualmente y en la defensa de sus derechos y territorios, es equiparable al martirio de los jesuitas de las Reducciones del Paraguay, en el siglo XVIII; a la persecución del Marqués de Croix, virrey de Nueva España en 1767; al fusilamiento del padre Miguel Agustín Pro en el siglo XX mexicano, o a la matanza perpetrada contra el filósofo rector Ignacio Ellacuría, otros cinco jesuitas universitarios y 2 empleadas en la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de El Salvador. Todos ellos tienen un denominador común: defendieron hasta la muerte la dignidad de los sin voz y sus derechos inalienables.

Esta vez en Tarahumara, las balas llegaron demasiado lejos y dieron en el objetivo. Pero no es la primera vez que los misioneros jesuitas y las comunidades a las que sirven se han sentido amenazadas. Lo vivieron bajo tortura y prisión Jerónimo Hernández, jXel, y Gonzalo Rosas, en Chiapas, víctimas colaterales de la persecución al Ejército Zapatista en 1997.

Lo han vivido también los jesuitas y el equipo que trabajan desde hace 57 años en la radio comunitaria de Huayacocotla, Veracruz, dando voz a nahuas y otomíes.

Aunque la primera presencia de los jesuitas en Tarahumara data del siglo XVII, es durante el siglo XX en que erigida en misión, adscrita a la diócesis local, se han consolidados parroquias, internados, escuelas, talleres culturales, clínicas, centros de derechos humanos, y el acompañamiento en sus rituales y ceremonias ancestrales. Muchos memorables jesuitas han pasado por esas tierras: Luis Verplanken, cuyo registro fotográfico antropológico y las obras sociales que fundó son un referente de la cultura en la región de Creel; Ricardo Robles Oyarzun, El Ronco, “sus textos sobre los rarámuris son referentes indispensables para todos los estudiosos de antropología y quienes quieran conocer mejor esa etnia”, escribió Miguel Concha en La Jornada en ocasión de su muerte; Pedro Juan de Velasco Rivero, cuyo estudio histórico-antropológico Danzar o morir, constituye un registro portentoso de la religión y la resistencia a la dominación del pueblo de “los pies ligeros”; Jesús Martínez Aguirre y José Llaguno Farías, ambos obispos de la Diócesis de Tarahumara y miembros de la orden ignaciana, y Javier el Pato Ávila, defensor de derechos humanos de los indígenas y quien hoy clama por la devolución de los cuerpos desaparecidos  de sus hermanos asesinados.

Él es quien hace más de una década viene denunciando el control que ejerce en toda la sierra el crimen organizado, el narco, para decirlo claramente, pero también por grupos que disputan territorios indígenas y sus recursos forestales, ante la pasividad, cuando no complicidad, de todos los órdenes de gobierno.

“Se necesita mucho valor y muchísimo amor por los otros para trabajar de por vida con aquellos que carecen todos los días de lo esencial y que deben luchar a brazo partido para obtenerlo. No cualquiera puede tolerar el dolor al ver su dolor, la tristeza al oír las historias que cuentan, o al ver sus condiciones de vida”, escribió el novelista Martín Solares en su cuenta de Facebook.

Y alumno como fue del padre Joaquín Mora en el Instituto Cultural Tampico, nos ofrece este hermoso testimonio: “No creo que alguien en este planeta pueda decir que buscó lujo alguno (...) Sin duda ha sido el más silencioso de todos los jesuitas que he tenido la fortuna de conocer. Había una manera de hacerlo sonreír de inmediato y era preguntarle por la sierra tarahumara, uno de los primeros lugares al que lo enviaron los jesuitas a ayudar a la comunidad. Por más que amara Tamaulipas, siempre soñaba con regresar allá”.

El provincial de los jesuitas en México, Gerardo Moro Madrid, actualiza en una frase ese misterio que comporta la petición “Ponme con tu hijo” del Padre Ignacio: “No podemos olvidar a los miles de hermanas y hermanos que están padeciendo esto (la imparable violencia en México), los miles de familias que están sufriendo lo que hoy nos toca a nosotros, como orden religiosa, también sufrir”.

No se trata sólo de la muerte de dos curas. La atrocidad contra estos sacerdotes es también una amenaza y una atrocidad contra las comunidades a las que ellos sirvieron. Porque los grupos criminales actúan así para acallar las voces críticas, sin respeto a la ley ni a la vida de nadie, sometiendo a comunidades y al margen de toda autoridad. Eso es lo más grave y preocupante.

Los jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar fueron fieles hasta la muerte a esa opción, ellos han muerto por su adhesión radical a un ideal y a un misterio que los trasciende y nos trasciende; ¿encontrarán los asesinos trascendencia y redención?, y nosotros y las generaciones que vienen, ¿alcanzaremos un México de justicia y paz? Abrazos hasta la eternidad, queridos hermanos.

francisco.deanda@eleconomista.mx

Editor de Arte, Ideas y Gente en El Economista. Es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Filosofía Social, por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). Especialista en temas de arqueología, antropología, patrimonio cultural, religiones y responsabilidad social. Colaboró anteriormente en Público-Milenio, Radio Universidad de Guadalajara y Radio Metrópoli, en Guadalajara.

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