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Opinión

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Piedra sobre piedra, un recuento dedicado al Zócalo

Columna coronada, no por un águila, sino por una figura alada, que Antonio López de Santa Anna pretendía construir en lo que entonces se denominaba Plaza Mayor. Enrique Griffón, 1843. foto eE: Especial

Dicen que cuando entraron los españoles al territorio de la Gran Tenochtitlán, había “ciento y veinte mil casas y en cada una, tres y cuatro y hasta diez vecinos”, y calcularon que sumaban más de 300 mil habitantes. Que las construcciones eran de adobe y encaladas por encima, para que el agua no pudiera llover por dentro. Los recién llegados escribieron que no eran muy vistosas, ni lucían mucho y solo servían a sus habitantes como abrigo y amparo de la vida. Un amparo que muy poco duraría. 

En un texto de Motolinía, que Artemio del Valle Arizpe cita como “epígrafe del trágico obituario de las familias aztecas”, puede leerse lo siguiente: “Hirió Dios y castigó esta tierra y a los que en ella se hallaron, así naturales como extranjeros, con diez plagas trabajosas… la séptima de ellas “la edificación de la gran Ciudad de México”. Una gran urbe que, a fuerza de espada, cruz y martillo, con piedras y a pedradas, cambiaría el aspecto de la capital del reino azteca, todo el tiempo protagonista de una dolorosa historia de glorias, escombros y destrozos.

Nadie mejor que Carlos Monsiváis cuando, irónico, en su libro A ustedes les consta escribe sobre la fundación de la ciudad: “Y llegaron los aztecas que venían de Aztlán al lago de Tenochtitlan, y aguardaron los signos de la profecía, y allí junto al nopal y el águila y la serpiente, ya los esperaba una muchedumbre de reporteros y cronistas”. Más que a la prensa, por supuesto, se refiere a quienes dieron cuenta por escrito de sus primeras impresiones sobre la Gran Tenochtitlán.

Bernal Díaz del Castillo, mano derecha de Hernán Cortés y batallador que “no se cansaba de cosa alguna” en su "Historia de la Verdadera de la Conquista de la Nueva España", confiesa que contemplar el gran Valle de México, le produjo vértigo y una sensación de pequeñez. Algo horrorizado, por haber atestiguado la sangre derramada del sacrificio de aquel día, acompañado de Cortés y Moctezuma y desde lo alto de un gran teocalli, describe el panorama así:

“No había visto su gran plaza, que desde allí podía ver muy  mejor, ansí la estuvimos mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto, que todo se señoreaba muy bien(…) Vimos las tres calzadas que entran aquí,  que es la de Iztapalapa, que fue por la que entramos cuatro días había, y la de Tacuba que fue por la que después salimos huyendo la noche de nuestro gran desbarate (…) y también el agua dulce que venía de Chapultepec de que se proveía la ciudad. Ya después de bien mirado, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y el zumbido de las voces y palabras que allí había, sonaban más que de una sola lengua. Entre nosotros, los soldados que habían estado en muchas partes del mundo y en Constantinopla y en toda Italia y Roma, dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no lo habían visto jamás.” 

Ya lo adivinó usted, lector querido: contemplaban, el Zócalo, el ombligo de la Luna, el centro de toda reunión y manifestación de todas las voces: la segunda plaza más grande del mundo. Por ello es de extrañar que, fascinados y atónitos ante la grandeza, la multitud y la diversidad quisieran conquistarlo todo.

En terrorífica pero impecable estrategia el ejército español supo que debía acabar con todo:  destruir edificaciones, poderes del gobierno y administración, educación, religión, crímenes y castigos y todo el arte y cultura de aquel pueblo. Muy rapidito, iniciaron la nueva traza de aquella superficie, que abarcaba cerca de 46 mil metros cuadrados, y pusieron manos a la obra. Una vez que el Templo Mayor fue completamente arrasado, los españoles hicieron un trabajo casi artesanal de una violenta eficacia.

Reorientaron la plaza y utilizaron las mismas piedras de la destrucción para construir la nueva arquitectura de la Nueva España. Durante los primeros años coloniales, la plaza estuvo circundada al norte por la nueva iglesia (hoy Catedral Metropolitana) y al este, por el nuevo palacio de Cortés, edificado sobre las ruinas del palacio de Moctezuma (hoy Palacio Nacional). En el lado oeste se construyeron los Portales de Mercaderes; al sur, el Portal de las Flores y a su lado el Palacio del Ayuntamiento, sede del gobierno de la ciudad desde entonces.

Después —porque acomodada al sapo es la pedrada — la gran plaza cambió de nombre muchas veces: la llamaron Plaza de la Constitución, Plaza de Armas, Plaza Principal y Plaza del Palacio. A pesar de ello nuestro nombre favorito, el que más nos gusta, proviene directamente del siglo XIX. Directamente del proyecto de un monumento que planeaba construir Antonio López de Santa Anna, para hacer homenaje a su pierna perdida en batalla: una gran columna que se iba a levantar en el centro de la plaza de la que solamente se construyó la base, es decir el zócalo.

No hace falta decir que la magna obra jamás se concretó, que han cambiado gobiernos, vanidades, espacios y recintos de poder, pero que el Zócalo todavía convoca y permanece.

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