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Opinión

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Y en abril llegó su último día

Sor Juana Inés de la Cruz murió en abril de 1695, contagiada de tifo, en el convento de San Jerónimo de la ciudad de México. Foto: Especial

Aristóteles y hasta la misma Sor Juana, censurarían el desorden del escrito que está usted a punto de atestiguar, lector querido. No será cronológicamente correcto, no va a recurrir a la Academia ni a revelar algún detalle filológico desconocido sobre la obra de nuestra Décima Musa; mucho menos a explicar sus décimas y sonetos. Pocas líneas dedicadas a lo maravilloso y evidente: que fue una mujer adelantada a su tiempo, paradigma de amor al conocimiento, bandera ejemplar de la fuerza femenina, novohispana casi feminista y atrapada entre la gloria del saber y la pena de no saberlo todo. Mejor no. Más adecuado recorrer de otra manera el laberinto de su historia y, por ejemplo, comenzar por el final, por ejemplo.

Corría el mes de abril de 1695, cuando, contagiada de tifo, murió en el convento de San Jerónimo de la ciudad de México, la célebre Juana de Asbaje y Ramírez Santillana, mejor conocida como sor Juana Inés de la Cruz. Escriben algunos de sus biógrafos que, aunque le daba por quitarse la edad aparentando olvido, vivió cuarenta y seis años, cinco meses, cuatro días y cinco horas. Nos queda muy claro – y tengo a Antonio Alatorre y a Octavio Paz como testigos-, que Juana Inés se concedió tres años, pues en realidad nació en 1648 y no en 1651 y todavía más claro que el día en que Sor Juana abandonó este mundo cayó en domingo, eran las cuatro de la madrugada y el calendario marcaba 17 de abril. Justamente un día como pasado mañana, pero de hace 329 años.

Todavía estaba fresco en la memoria el recuerdo del proceso episcopal conducido en secreto y en contra de Juana Inés que había cimbrado al convento y a toda la sociedad que había leído sus libros terminados. En el claustro se murmuraba que el haber quedado condenada a “entregar sus bienes y biblioteca al arzobispo, a abjurar de sus «errores» y a no publicar más”, le provocaría la muerte. Y ciertamente, era notorio que su ánimo había cambiado. El fuego de sus ojos, antes llenos de soberbia, apenas era una chispa y toda su rebeldía se había derretido en el silencio. De su puño y letra, solo aparecían las sumas y restas de los remedios que ella administraba a sus hermanas y se iban agotando. Ya ni siquiera presumía cambiar la alquimia de los guisados para devolver la salud a las enfermas.

Horas de trabajo agotador y el contacto con las infectadas debilitaron a Juana Inés desde principios del mes de abril. Todavía nadie sabía curar la plaga y nueve de cada diez enfermas se morían.

Durante algún tiempo soportó sin queja alguna hasta que el dolor empezó a apoderarse de su cuerpo. La fiebre le quitaba y le devolvía el habla por algunos momentos y en otros, la ponía a gritar enloquecida. Rezaba con versos, llamaba a Santa Paula y juraba nunca volver a pedir a Dios a en vano. Hasta que el copioso sangrado de su nariz la tranquilizó de muerte.

La enterraron el mismo día. No tuvo exequias públicas para honrar a su memoria porque en una epidemia, tanto en el pasado como ahora, los sobrevivientes se apresuraban a enterrar a las víctimas y las únicas ceremonias que en tales casos podían celebrarse eran, según lo exigía el espíritu de la época, actos de expiación y desagravio por si era necesario acudir a la justicia divina o aplacar la ira de Dios.

A su sepelio, en el coro bajo del templo de San Jerónimo, solo pudieron asistir 85 monjas y para hacerlo, cuentan que el enterrador localizó el sepulcro más antiguo, lo abrió, retiró los huesos que se hallaban ahí, los colocó en el osario y dejó listo el hueco donde el cuerpo de Juana Inés reposaría

La muerte de aquella ilustre mujer, la monja, la poetisa, la rebelde, la castigada, la bastarda, la sabihonda, la poeta, corrió pronto como todas las malas noticias. Se cuenta que los integrantes del Cabildo de la Catedral quisieron asistir al funeral más no lo hicieron y el canónigo Francisco de Aguilar lamentó no haber hecho las exequias. Carlos de Sigüenza y Góngora, amigo fiel de Juana Inés, escribió una Oración Fúnebre, pero nadie la escuchó ni pudo hallarla. Y hubo otras chismosas voces que dijeron que al morir Juana Inés todavía tenía más de cien libros, había redactado su testamento y no dejó más que un niño Dios, algunos cuadros de concha y un legajo de papeles. Las imágenes se las dejó al arzobispo y sus talentos a quien quisiera leerla y guardarla en la memoria.

En el Libro de Profesiones del Convento, podía leerse un último escrito de su mano que, aseguran, decía así:

“Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas, las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz.”

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