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Una revolución, dos libros y hartas moscas
“¿Qué sería del mundo si todos fuéramos generales, si todos fuéramos capitalistas o todos fuéramos pobres?”, dicen que se preguntaba Pancho Villa. Porque también, algunos juran que, además de bandido, mujeriego y general, tenía claro el pensamiento y un hablar comprometido. Desmintiendo la creencia de haber sido un pelado e ignorante, no faltaron escritores y periodistas reportando que, en sus discursos, Villa solía decir que la incultura era una de las desgracias más grandes de su raza y siempre remataba aseverando: “ la educación no debe pasar inadvertida ni para los gobernantes ni para los ciudadanos”. Mas la fama, lector querido, sea buena o sea mala, equívoca o acertada, también se comparte y se batalla: Francisco Villa se disputa con Porfirio Díaz la autoría de la frase: “Fusílenlos y después averiguamos, mátalos en caliente” y ambos comparten fama de haber sido sanguinarios y feroces para castigar a un traidor, vencer a un enemigo o tomar un territorio. De oídas o por escrito, en corrido, periódico o papel, las figuras de héroes o villanos no sólo provocaron la mayor cantidad de dichos y palabras en la saga de la Revolución Mexicana. También inspiraron las más emocionantes historias de la literatura mexicana de la época. Sin embargo, no todo fue Martín Luis Guzmán ni “Vámonos con Pancho Villa”.
El año de 1910 señaló en México el fin de una época y el principio de otra. Dos años antes, Porfirio Díaz, el inamovible dictador de la patria, había declarado que si surgiera un partido opositor, lo miraría como una bendición y no como un mal; y había agregado que si ese partido llegaba al poder, “se consagraría a la celebración, feliz de ver a un gobierno completamente democrático”. Mentía. Sus palabras fueron como licencia poética. Ficción pura. No tenía ni idea de que la mañana del domingo 20 de noviembre de 1910, en un papel firmado por Francisco I. Madero, pegado por todas las paredes de la ciudad de México, y que había corrido de mano en mano, se leerían las siguientes palabras:” Hoy, desde las seis de la tarde en adelante, todos los ciudadanos de la República tomarán las armas para arrojar del poder a las autoridades que nos gobiernan y están aquí”. Así nada más. En cinco párrafos se decretaba que todo cambiaría de destino, de lugar y de intención a punta de pistola. Avisados quedaron todos.
Se avizoraba un cambio enorme. Estaba a punto de llegar, con la primera revuelta maderista, una revolución política pero también una revolución literaria. Los periodistas, cronistas, narradores y poetas hallarían nuevos temas y, contagiados de fiebre transformadora, tanto en el estilo como en la necesidad de dejar huella, comenzaron a escribir. Al principio, obras manchadas de sangre y pólvora que relataban la injusta situación social; después, obras llenas de lumbre apasionada que, aunque relataban el caos y los horrores del movimiento armado, también fueron testimonio e invención de otras historias, las de la vida cotidiana, las particulares, que nos hablarían de amores, hermanos, amigos y enemigos. Las grandes novelas de la Revolución Mexicana.
Fue Mariano Azuela, con su obra “Los de abajo” el escritor que inició oficialmente esta etapa de la literatura mexicana. Nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1873, escribió cuentos y versos desde pequeño, de joven quiso convertirse en sacerdote, pero finalmente se decidió por la medicina. Al iniciarse la Revolución lo dejó todo y decidió incorporarse a las fuerzas armadas junto a un grupo de obreros, agricultores, pequeños comerciantes y jóvenes entusiastas pero siguió escribiendo. Incluso, al fragor de la lucha, compuso un relato titulado “Andrés Pérez, maderista”.
Tras la muerte de Madero en 1913, la vida de Azuela se transformó. Fue nombrado jefe de Instrucción Pública en Guadalajara y se topó de narices con la burocracia. A fines de 1914, Azuela se incorporó como médico a la tropa villista de Julián Medina, quien lo nombró director de Instrucción Pública de Jalisco. Pero el villismo también fue derrotado y Azuela, decidió exiliarse en El Paso, Texas. Fue allí donde salió publicada, por entregas y en el periódico El paso del Norte, su gran novela “Los de abajo”. Después, decidió volver a México, se instaló en la capital del país, siguió ejerciendo la medicina y escribiendo “obras menores”, como “Los caciques”, "Las tribulaciones de una familia decente” y “Domitilo quiere ser diputado”.
Todo cambió en 1918 cuando publicó “Las moscas” una obra satírica y feroz, inspirada en sus amargas experiencias como funcionario público y sin saber que iba a inaugurar otra temática de la literatura mexicana –que llegaría hasta Ibargüengoitia y Carlos Monsiváis. Fue brutal y periódicamente criticada, un sexenio tras otro, además de desaparecida casi por decreto las listas de obras de la Revolución Mexicana, Tal vez porque decía que “ al vaivén de las facciones que entraban y salían de las ciudades, también entraban y salían los empleados; ocurriendo muchas veces que pobres, viejos, probos y competentes eran sustituidos por amigos, parientes o recomendados que iban, venían y se revolvían sobre el mismo sitio, presumiendo o adivinando adonde habría de quedar la torta. ¡Justo como las moscas!”