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Andrés Manuel López Obrador y los sindicatos
Con la victoria de Andrés Manuel López Obrador, ideológicamente cercano al priismo clásico, la relación del gobierno con los sindicatos tendría que fortalecerse.
Una parte central del sistema político mexicano clásico era la relación del Estado con los sindicatos. De manera sintética, la principal encomienda de cualquier Estado nacional moderno es regular la relación entre el trabajo y el capital para la reproducción del capital mismo.
De lo anterior se desprende que el principal cometido del Estado es legitimar al sistema político y garantizar las condiciones para que el sistema económico pueda generar riqueza y, en el mejor de los casos, garantizar que dicha riqueza sea redistribuida entre la población.
Dicho de otro modo: el Estado debe fijar las normas para que el trabajo sea justamente retribuido por los patrones a través de la aplicación de leyes y la impartición de justicia; exactamente a través del mismo mecanismo de estructuración del sistema legal, generar un sistema político legítimo según los mecanismos establecidos en el pacto constitutivo del ente nacional. Así, el gobierno debe ser legítimo en términos de organización, convocatoria y movilización; es decir, a nombre del Estado debe organizar las variables económicas, sociales y políticas del sistema; debe también convocar a la participación política y a la movilización en favor del bien común.
Pero en todo esto, la variable independiente central es el trabajo, pues justamente eso es lo que mueve al Estado en todos sentidos. De ahí la importancia para un Estado nacional de contar con la aquiescencia de los trabajadores —ya sea mediante el apoyo de las demandas de los trabajadores y la democracia procedimental— para poder responder a las necesidades del capital y garantizar el funcionamiento del sistema.
A principios del siglo XX, después de la revolución rusa y el advenimiento del socialismo real, la toma del poder por parte de los trabajadores fue una de las grandes conquistas políticas y sociales de los nuevos regímenes. Y aunque el capitalismo era y sigue siendo la principal forma de producción —ya sea de Estado o privado— los sindicatos constituyen el actor social y económico a través del cual se gestionan las demandas de los trabajadores a cambio del apoyo al régimen. Eso lo entendieron muy bien los líderes revolucionarios y posrevolucionarios mexicanos: crearon un sistema político con tres pilares: el presidente, el partido y los grupos sociales intermedios, principalmente los sindicatos. Por eso se definía como un sistema corporativo clientelar, el cual aglutinaba y articulaba los intereses sociales para garantizar la gobernabilidad en el país.
Uno de los grandes avances de la revolución en materia laboral fue el derecho a la sindicación, como parte de la libertad de asociación; otro logro fue la semana de 40 horas. Por primera vez, se le reconocían los derechos laborales y estaban tutelados por el Estado, aparentemente, en detrimento de los empresarios. Pero cabe decir que el proyecto de la Revolución Mexicana, aunque tenía aspectos sociales de avanzada, nunca renegó de su vocación capitalista.
La asimilación del movimiento obrero y campesino al Partido Nacional Revolucionario en 1929 fue un factor determinante para que el nuevo partido oficial fundado por Plutarco Elías Calles tuviera una base social amplia. Los sectores del partido eran el obrero, el campesino, el militar y el popular, que reunía a buena parte de la sociedad dentro del proyecto del bando revolucionario ganador. Era como tener a todos los grupos de presión, excepto al clero y a los empresarios, unificados en torno a un proyecto de nación derivado de la ideología nacionalista emanada de la Revolución Mexicana. Claro, el sistema, para legitimarse, también requería de una oposición política, en este caso el Partido Acción Nacional, que unía básicamente a las clases medias que no comulgaban con la ideología del nacionalismo revolucionario y cuyas posiciones políticas se asimilaban a la derecha liberal. El PAN carecía de relación con el sindicalismo oficial, pero sí representaba los intereses de buena parte del empresariado.
Para la misma legitimación, el sistema político toleraba la existencia de partidos satélites, como el PARM, y permitía intermitentemente la existencia de grupos de izquierda, a los cuales apoyaba u hostilizaba (las más de las veces), dependiendo de la coyuntura, los cuales sí tenían relación con el sindicalismo independiente.
Tanto el sector obrero como el campesino se integraban por asociaciones intermedias. Pero su destino fue diverso cuando el reparto agrario y la introducción de la propiedad ejidal cambiaron por completo la tenencia de la tierra. Las agrupaciones campesinas asumieron un cariz distinto a los sindicatos de trabajadores fabriles, gubernamentales y de servicios.
Cada rama productiva tenía secciones sindicales afiliadas a la Confederación de Regional Obrera Mexicana, la CROM, desde trabajadores petroleros, pasando por burócratas, hasta pintores y cinematografistas, entre los años 20 y los 40, cada oficio, gremio y profesión tenía un sindicato. En contraparte, empresarios y patrones de toda índole tenían cámaras, de suerte que el mundo del trabajo y del capital estaban agrupados por su lado para mantener un diálogo entre sí y con el gobierno emanado del partido en el poder, primero el PNR, luego el PRM y después el PRI, ese partido que se mantuvo 70 años en el poder y cuando regresó fue prácticamente para agonizar. O al menos eso parece.
La lucha sindical de las décadas de los 20 y 30 vio el surgimiento de cinco líderes laborales, los llamados “cinco lobitos” —Fidel Velázquez, Fernando Amilpa, Jesús Yurén, Alfonso Sánchez Madariaga, y Rafael Quintero— de los cuales quedó sólo uno como el principal líder sindical del país: Fidel Velázquez, líder hasta su muerte en 1997 de la Confederación de Trabajadores de México, surgida en 1936, una de las centrales obreras más importantes del mundo, que agrupaba no sólo sindicatos fabriles sino también de servicios.
Fidel Velázquez, a nombre de los trabajadores de México, era uno de los factores insustituibles a la hora de la elección del candidato presidencial del PRI. El peso del sindicalismo oficial era el suficiente como para vetar a un candidato que no fuese funcional a sus intereses. Esto cambió con el advenimiento del neoliberalismo y el cambio del paradigma laboral. Tras la muerte de Fidel Velázquez, el sindicalismo fue decayendo excepto en el ámbito magisterial. Puede decirse que el único sindicato que sobrevivió la alternancia del poder en el 2000 fue el SNTE, gracias a la alianza táctica de Elba Esther Gordillo con Vicente Fox y con Felipe Calderón.
Curiosamente, el retorno del Revolucionario Institucional en el 2012 no supuso un resurgimiento del sindicalismo, ni el sector obrero del PRI recuperó sus antiguas prebendas. Es más, en la selección de candidato presidencial priista en el 2017, no tuvo nada que decir.
Sin embargo, con la victoria de Andrés Manuel López Obrador, ideológicamente cercano al priismo clásico, la relación del gobierno con los sindicatos tendría que fortalecerse. Este punto no se ve del todo claro en estos momentos, aunque cabría esperar que, más allá del discurso en favor de los trabajadores, se realicen acciones concretas para el mejoramiento de los trabajadores de industrias como la minera y para el control de los líderes sindicales enriquecidos a costa de sus agremiados. Por eso es posible (y deseable) que López Obrador ponga coto al charrismo sindical. Sería un avance sustancial la transparencia obligatoria de las finanzas sindicales. ¿Quinazo a la vista? Quizá... Romero Deschamps seguramente está al pendiente.