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Círculo que siempre permanece
Ni el sol, ni la muerte pueden mirarse fijamente. Su presencia es tan rotunda que más allá de enceguecernos para siempre, puede convertir a la vida en sólo una muerte que viene.
Ni el sol, ni la muerte pueden mirarse fijamente. Mucha razón tenía François de la Rochefoucauld cuando lo dijo. Su presencia es tan rotunda, tan resplandecida que, más allá de enceguecernos para siempre, puede convertir a la vida en una muerte que viene, solamente.
Muy lejos de Epicuro el griego de Samos, conjugador de todas las cosas en primera persona y cuyo dicho rezaba: La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo .
Se olvidó, se olvidaron, de lo que nunca se olvida: que ahogarse con la muerte, vivir la vida entera como en este eterno velorio que no se acaba nunca, poco tiene que ver con miedo, la propia muerte o el espanto ante la desaparición. Mucho se trata de una muerte ajena. Que al final resultan más propias que todo lo que nos pertenece. La muerte de un padre, por ejemplo. La muerte que además de todo lo que se lleva, te quita una mitad. Esa media parte que se va y no le importa dejarte medio huérfano.
Muchas páginas escritas -después de llorarlo sólo quedan las palabras- han salido de la pluma de autores varios y variados.
Novelas, cuentos cortos y largos quedan con mayor o menor gracia al lado de elegías y obituarios. Pero la poesía ya lo sabemos-, el arte más alto de todos, es la que ha llevado el rotundo fardo y se ha quedado con muchas de las glorias.
Se me ocurren clásicos como Jorge Manrique con las Coplas por la muerte de su padre: Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte / tan callando, cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado,/ da dolor;/cómo, a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor.
Otros poetas aparecen, como Miguel Hernández, español también y también roto, que escribió aquello de Sentado sobre los muertos/ que se han callado en dos meses, / beso zapatos vacíos/ y empuño rabiosamente/ la mano del corazón/ y el alma que lo sostiene .
También Pablo Neruda, Alfonso Reyes, Octavio Paz y hasta José Asunción Silva ( y al oír en las alturas/ melancólicas y oscuras/ los acentos dejativos/ y tristísimos e inciertos/ con que suenan las campanas/ ¡las campanas plañideras que les hablan a los vivos/ de los muertos! ).
Y hacía mucho que no aparecía un libro al respecto, como el que hace un par de días tengo entre mis manos. Es de Carlos Azar, compañero de cantos, juegos y penurias. Hijo de Héctor Azar, genio del drama y la dramaturgia, icono y parangón del teatro mexicano, Carlos se revela como poeta en El círculo de la presencia (Elefanta editorial, 2013).
Podría haber dicho poemario pero el libro, como anuncia claramente su contraportada, se mide como el teatro y la música, es inasible como la poesía y tiene como origen e inspiración primera la muerte de su padre. No es sencillo afrontar su lectura.
Clasificarlo no hace falta, pues no hay empresa tan inútil como definir lo indefinible, que es la esencia misma de toda la poesía. El tema, sin embargo, por más triste que sea, es universal y por ello El círculo de la presencia vale mucho la pena.
Antes de pasar sus páginas, quítese el miedo y los malos pensamientos. No se asuste ni se impresione cuando lea en el prólogo que cuando Carlos Azar pensó cómo sería su libro decidió que llevaría un subtítulo en orden descendente, en escala cromática, de tres poemas largos, dos cortos y un epílogo usted nada más léalo, sumérjase y disfrute sus muchos niveles de reflexión y luminosidad.
Notará que, como en un prisma, las palabras parecen descomponer y luego recomponer todo lo que uno creyó sentir y leer sobre la muerte, la memoria, la ausencia y la melancolía. Muchos versos disfrutables, otros que pinchan como aguja, algunos que cortan como espada (y eso que Azar muchas veces tiene la gentileza de contarnos que escribe mientras charla con Las estaciones de Tchaikovsky o con el preludio de La Catedral para guitarra sola de Agustín Barrios Mangoré y además se acuerda de Valéry con su mar que siempre empieza).
Sin embargo, más allá de todo, más acá, tan cerca, este libro es también la historia de un duelo. En él, somos acompañantes. No sólo somos testigos de su proceso como compositor de este libro, todo fuera como eso. Leemos en un círculo perfecto que se mueve y permanece. Participamos también de algo muy personal, versos entrañables que atacan nuestra entraña pero con afortunados textos que nos contentan el alma.
ckuhne@eleconomista.com.mx