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Arte e Ideas

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Eternamente ojos de color violeta

Elizabeth Taylor se volvió un arquetipo: una mujer hermosa que podía darse el lujo de la maldad impune. Aún mejor: una mujer buena, que de tan bella parecía mala.

Lo recuerdo como si estuviera pasando ahorita, aunque haya sido hace casi 20 años. En la televisión (era Canal 11, en ese entonces tenía la buena costumbre de programar películas clásicas las mañanas de los sábados y domingos) pasaban Fuego de juventud, que muchos años después me enteré que se llamaba en realidad National Velvet.

Yo, que por entonces tenía una enfermedad que aqueja a muchas niñas: el sueño de tener un pony, me quedé embobada con la historia de una muchacha no mucho mayor que yo (aunque en ese momento me parecía toda una señora) que enloquecía al mundo a lomos de un indomable corcel de carreras. Un Mickey Rooney adolescente hacía de su mentor: la ninfa guiada por el duende.

Lo recuerdo, la recuerdo a ella. Mi padre me dijo que me fijara en sus ojos. "No son azules, son violeta". Ningunos ojos como esos. Elizabeth Taylor era ya entonces una eternidad de color violeta.

Cuando hizo National Velvet, Elizabeth Taylor tenía 12 años de edad y el mundo a sus pies. Una niña inglesa que se convertiría en símbolo de lo más americano de América: Hollywood y sus aires de libertad y glamour para todos.

La Taylor pronto se volvió un arquetipo: una mujer hermosa que podía darse el lujo de la maldad impune. Aún mejor: una mujer buena, que de tan bella parecía mala.

Nunca fue Elizabeth Taylor más ella misma (corrijo, no ella misma sino su mito, su efigie de celuloide: la verdadera Elizabeth Taylor fue un misterio que ni siete maridos pudieron resolver. Quizá solo la logró entender Michael Jackson, su mejor amigo de los últimos años; las divas solo entre divas se están quietas) que en La gata sobre el tejado caliente (Cat on a Hot Tin Roof, 1958) de Richard Brooks, basada en la obra de Tennessee Williams. Es indomable Liz cuando le dice a Paul Newman que ella es como un gato en tejado ardiendo. Cuando Newman, en la cinta su marido alcohólico, le dice: "Pues entonces brinca, los gatos siempre caen de pie". Ella contesta simplemente: "¿Brincar adónde?".

Una mujer al borde de la destrucción que sabe que si da un paso más caerá al precipicio. Lo sabe y lo acepta: vulnerable pero nunca vencida.

Esa fue Elizabeth Taylor, heroína de un cantar de gestas en el que Camelot se llama Hollywood y ella es Ginebra y Lancelot al mismo tiempo. Una Liz que no necesito ir al cielo para estar entre diamantes. No descansa en paz sino que arde eternamente.

cmoreno@eleconomista.com.mx

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