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Un fugaz Rufino Tamayo en las filas de El Colegio Nacional
En 1991 los colegiados decidieron modificar los estatutos para eliminar la regla que limitaba el ingreso de nuevos miembros mayores de 63 años; el pintor oaxaqueño murió prácticamente un mes más tarde.
El 21 de mayo de 1991, convertido en el pilar vivo que apuntaló los fundamentos y las transiciones del arte mexicano hacia su egregia proyección internacional, a los 91 años, prácticamente un mes antes de su fallecimiento, Rufino del Carmen Arellanes Tamayo, el inconfundible y divergente Rufino Tamayo, de ojos pesados y mirada profunda, efectuó su lección inaugural al tomar asiento como nuevo miembro de El Colegio Nacional.
“Desde muy joven viví la disyuntiva entre seguir un camino marcado o buscarme a mí mismo en senderos desconocidos y tal vez de difícil acceso o frutos estériles. Preferí experimentar porque estaba convencido de que la ruta académica, la de reproducir con exactitud la realidad, no podía corresponder a la naturaleza del arte, que no consiste en mostrar la apariencia sino la esencia de las cosas (…) el encuentro de sí mismo al que debe aspirar todo artista en sus inicios nace entonces de la rebeldía, de la insatisfacción con lo dado y, sobre todo, con el destino que nos imponen la sociedad y los mayores. Se construye y se crea a riesgo de destruir lo que se hereda, lo que se ama. Hasta una herencia, por rica que sea, debe rehacerse y renacer en nuestras manos”, dijo en su discurso, el artista oaxaqueño, quien, por cierto, para la fecha de su ingreso ya tenía más de seis años como miembro honorario de la Real Academia de las Artes en Londres.
Aunque fugaz, su paso por el Colegio marcó un parteaguas en los estatutos. Hasta antes de él las reglas limitaban el ingreso de miembros con una edad máxima de 63 años. En su libro El médico, el rector, el doctor y exmiembro Guillermo Soberón Acevedo, fallecido en octubre pasado, relata cómo una crisis de salud de Tamayo motivó a los colegiados a hacer un “pacto de caballeros” y modificar el reglamento para posibilitar el ingreso del artista, dado que consideraron “horrible” que el artista vivo más importante partiera sin ingresar a la máxima cátedra de México.
De esta manera, Rufino Tamayo se convirtió en el cuarto consagrado de la plástica en ingresar a El Colegio después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y Gerardo Murillo Dr. Atl —tres años más tarde ingresó Vicente Rojo—. Un mes y tres días después, a las nueve de la mañana del 24 de junio de 1991, el maestro oaxaqueño y artista del mundo pereció por una complicación derivada de la neumonía por la que fue internado diez días atrás en el Instituto Nacional de Nutrición.
Abogaba por un arte sin sesgos ideológicos
En ocasión del 30 aniversario luctuoso del autor de murales como “Dualidad” (1964), habitante distinguido del Museo Nacional de Antropología, y “Fraternidad o el fuego creador” (1968), alojado en la sede de la ONU en Nueva York, este lunes El Colegio Nacional realizará la mesa redonda Homenaje a Rufino Tamayo, misma que coordinó Vicente Rojo hasta su fallecimiento y fue retomada por el reciente miembro Felipe Leal. De esta mesa tomarán parte el arquitecto, artista visual y autor Fernando González Gortázar, el escritor Jaime Moreno Villarreal y las curadoras y críticas de arte Mónica López Velarde e Ingrid Suckaer.
En conversación con este diario a propósito de su participación en el acto solemne, Ingrid Suckaer, autora de la biografía Rufino Tamayo. Aproximaciones (2000), declaró que además de la marca indeleble de la obra de Tamayo, su propia vida es una aportación a la identidad artística mexicana.
“Desde muy joven, a los 22 años, Tamayo tuvo la capacidad de ser un contestatario y de cuestionar lo que se estaba haciendo en el naciente Muralismo mexicano. Él tenía otra postura, abogó por un arte puro, donde el artista no siguiera ninguna ideología sino que trabajara en su individualidad. Eso permitió que Tamayo fuera visto desde otros ángulos en medio de la efervescencia política, ideológica y artística del muralismo. Eso le permitió salir del país, viajar a Estados Unidos, abrir un camino internacional desde su individualidad artística. Regresó a México en los años 60 para participar con los jóvenes pintores que también estaban descubriendo nuevas maneras de abordar el arte”, describe la crítica.
Otra de sus aportaciones fundamentales –refiere–fue la conformación y donación junto con su esposa Olga Flores de una colección de arte contemporáneo que entonces estaba integrada por unas 300 piezas de 170 artistas, entre ellos Pablo Picasso, Isamu Noguchi, Wilfredo Lam, Roberto Mata y Henry Moore.
“Él consideraba necesario que en México existiera un museo de esta talla porque, por su propia experiencia, sabía que no siempre los artistas tienen dinero para viajar y conocer el arte de vanguardia”, apunta Suckaer, no obstante revira: “si algo tuvo muy claro es que no le interesaba hacer una escuela ni tener seguidores. Eso estaba totalmente fuera de sus intereses porque, de nuevo, abogaba por que el artista fuera capaz de aportar su propio lenguaje”.
Extracto del discurso de Tamayo a su ingreso en El Colegio Nacional:
El artista, como cualquier ciudadano, debe participar vivamente en el desarrollo de la sociedad a la que pertenece. Su actividad, por particular que sea, no lo exime de sus compromisos sociales. Una de las mayores satisfacciones que he recibido de la pintura es la posibilidad de compartir con mis semejantes los bienes que ha traído a mi vida. No menos que la ilusión de realizar una obra que signifique a los demás en el orden del espíritu, durante estos años me ha alimentado, junto con mi esposa, la de convertir nuestros esfuerzos en objetos tangibles, concretos, de cultura para todos y de bienestar para quienes lo necesitan.