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¿El amor lo cura todo? Cómo reparar las heridas emocionales de una infancia rota
Jairo es un niño de 7 años que llora, patalea y grita desconsoladamente cuando su padre le hace quedarse solo en la habitación como castigo tras portarse mal. Beatriz es una chica de 10 años a la que se le dispara la frecuencia cardíaca cuando oye llantos o carcajadas estruendosas de mujeres adultas. Y Asier, que acaba de cumplir 5 años, se queda paralizado, llora y aguanta la respiración al escuchar el sonido de botellas de cristal.
No son reacciones infantiles desproporcionadas y sin sentido. Lo que les ocurre a estos tres niños adoptados es que se enfrentan a situaciones que activan las alarmas de lo que se conoce como “memorias traumáticas”. Jairo es un niño que vivió en una casa de acogida en la que pasaban horas y horas encerrados solos en distintas salas y habitaciones. Beatriz, por su parte, nació y pasó las primeras semanas de vida en una granja de mujeres donde su madre biológica y otras gestantes en terribles condiciones lloraban por el sufrimiento que les generaba tener que dar al bebé que habían gestado a otra familia. En cuanto a Asier, en su más tierna infancia vio a su padre emborracharse en casa día tras día hasta perder el conocimiento.
A pesar de que no recordamos de manera consciente todos los acontecimientos de nuestros primeros años de vida, las situaciones y experiencias que vivimos dejan una huella en nuestra memoria implícita que ni siquiera al crecer somos capaces de verbalizar. Por eso, cuando Jairo, Beatriz y Asier viven ciertas situaciones, sus memorias traumáticas reaccionan inmediata e inconscientemente. Sin que ni ellos mismos ni sus padres adoptivos entiendan por qué.
La importancia de las relaciones seguras en la infancia
Nuestras experiencias tempranas moldean cómo percibimos a los demás y nos relacionamos con ellos en la vida adulta. En concreto, las relaciones seguras son cruciales para regular nuestras emociones y promover un funcionamiento psicológico saludable. Estas relaciones se caracterizan por el respeto mutuo, la capacidad para establecer límites claros, la autonomía equilibrada y la capacidad de negociar conflictos de manera constructiva.
A partir de la interacción diaria con las figuras de apego desde el primer año de vida se desarrollan los modelos de trabajo interno. Se refieren a las expectativas y creencias sobre uno mismo, los demás y las relaciones. Cuanto más consistentes son las respuestas de los cuidadores, mejor generan un espacio de seguridad a partir del que descubrir el mundo. Cuando más predictibilidad en las respuestas de los cuidadores, más seguridad tendrá el menor en su desarrollo y con menos miedo se enfrentará a las circunstancias del día a día.
Esos modelos de trabajo interno se consolidan a lo largo del tiempo mediante la repetición de experiencias y se vuelven automáticos e inconscientes, influyendo en la percepción y la personalidad del individuo.
Generar un apego seguro con los tres menores mencionados al principio es la única manera de reparar el daño que experimentaron y seguir construyendo su historia de vida desde el amor incondicional, lo predecible y lo certero.
Modelos de trabajo interno
Existen tres estilos de apego: seguro, evitativo y ambivalente. Los niños con modelos de apego seguro desarrollan representaciones positivas de sí mismos y de los demás. Por el contrario, aquellos con modelos de apego inseguro evitativo o ambivalente interiorizan imágenes negativas de sí mismos.
Los bebés también pueden interiorizar modelos no integrados de relaciones con sus cuidadores, lo que puede llevar al desarrollo de apego desorganizado.
Algunos de los menores que han sido víctimas de adversidad temprana pueden desarrollar estilos de apego inseguro, lo que les limita a la hora de empatizar y establecer vínculos con el resto de personas con las que interactúan a lo largo de su vida. Además, pueden poseer niveles elevados de síntomas disociativos y de psicopatologías, es decir, desarrollar sensaciones de irrealidad, amnesia, alucinaciones o delirios, despersonalización, etc.
Promover los buenos tratos
Lo que parece indiscutible es que no todos reaccionamos igual ante las dificultades y los desafíos. Algunos niños y niñas muestran una gran capacidad para superar la adversidad y desarrollarse positivamente a pesar de enfrentarse a condiciones difíciles en la infancia. Tienen una alta resiliencia, que se puede definir como la capacidad de una persona para desarrollarse bien a pesar de sufrir experiencias desestabilizadoras. Una actitud parental competente, una buena relación con alguno de los padres, la educación y una red de relaciones informales que no estén ligadas a obligaciones sociales o profesionales favorecen la resiliencia.
Para que al crecer una persona sea más capaz de cuidarse a sí misma y atender a las necesidades de los demás, debe haber recibido buenos tratos en los primeros años de vida. Dicho de otro modo, lo que forja a una persona sana es haber sido atendida, cuidada, protegida y educada en períodos tan cruciales de la vida como la infancia y la adolescencia. Y eso es algo inherente a los seres humanos, que somos animales sociales cuya condición natural son el altruismo social y los cuidados mutuos. Si no fuera así, nos habríamos extinguido hace tiempo.
Ante niños que han sufrido adversidad temprana, debemos centrarnos en ofrecer vínculos afectivos seguros y continuos con padres y madres adoptivos significativos, que faciliten procesos relacionales para dar sentido a las experiencias, brindar apoyo social y promover redes psicosocioafectivas. De este modo lograremos prevenir, al menos en parte, los problemas relacionales y emocionales en la vida adulta de los menores adoptados.