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¿Cuánto cuesta?
Están en campaña, pero el que gane, ¿qué va a hacer?
Es común que cuando vamos a una tienda a comprar un bien o adquirir un servicio (y no está explícitamente etiquetado el precio), la pregunta que normalmente hacemos es: ¿cuánto cuesta? Esta sencilla pregunta tiene detrás el que es el concepto más importante en la teoría económica: el costo de oportunidad.
Una realidad de la cual no nos podemos escapar es que todos los agentes económicos (familias, empresas y gobierno) nos enfrentamos a que los recursos disponibles están limitados y, simultáneamente, tenemos un sinfín de necesidades que queremos satisfacer o alcanzar. Dado que con los recursos disponibles no es posible satisfacer todas y cada una de las necesidades o lograr todos los fines deseados, es que nos vemos en la necesidad (valga la redundancia) de tener que elegir cómo asignar esos recursos limitados y por lo tanto escasos. Cuando decidimos darle un uso particular a un recurso, sacrificamos otros usos posibles para ese mismo recurso; incurrimos, en consecuencia, en un costo de oportunidad.
Cada uno de ustedes lo vive todos los días. Tienen un ingreso determinado y disponen de 24 horas al día. Quieren satisfacer varias necesidades y con cierta intensidad, pero estos dos recursos no les son suficientes para satisfacer todas y cada una de ellas y, por lo tanto, tienen que elegir; por lo mismo, usar el recurso (ingreso y/o tiempo) en un fin determinado implica no utilizarlo en otro. Al decidir cómo asignar un recurso escaso implícitamente se preguntan: ¿en qué sacrificio estoy incurriendo? Implícitamente se preguntan: ¿cuánto me cuesta, en términos del beneficio que dejo de obtener, de no haber utilizado ese recurso en la segunda mejor opción? De ahí la premisa: no hay nada gratis. Más aún, cuando se toma la decisión de qué bienes y servicios adquirir y cuánto de cada uno de ellos, se hace en función de un objetivo: lograr el mayor nivel de bienestar conjunto posible de los miembros de la familia.
Sirva lo anterior para situar las promesas que están haciendo los candidatos a la Presidencia en cuanto al gasto público. De entrada todos ellos prometen finanzas públicas equilibradas, es decir, se comprometen explícitamente a una restricción presupuestal “dura”: no gastar más de lo que obtengan de ingresos a través de las diferentes fuentes disponibles descartando, porque así lo prometen, incurrir en endeudamiento o en financiamiento del banco central. Dado este compromiso, no deja de sorprender que simultáneamente andan prometiendo gastar como si esa restricción no existiese.
Todos prometen otorgar algún tipo de transferencias: ninis, estudiantes, personas mayores, jefas de familia, madres solteras, familias de bajo nivel de ingreso, jubilados y más. También prometen destinar más recursos públicos a la educación, la salud, la seguridad pública, la impartición de justicia, la inversión en infraestructura, etcétera. Prometen incentivar tal o cual rama de actividad económica. Parecería que todos los candidatos, mientras se toman su primer taza de café al despertar, meditan sobre cuál promesa van a hacer ese día sin que ninguno de ellos se formule la pregunta relevante: ¿cuánto cuesta? ¿Qué se sacrifica por utilizar un cierto monto de recursos públicos en un fin determinado?
Por otra parte, por andar prometiendo a diestra y siniestra gasto en usos particulares, también parece que se olvidan de otro aspecto crucial del diseño presupuestal. Dado que una asignación específica de los recursos escasos disponibles implica necesariamente sacrificar alguna otra, tampoco se hacen la otra pregunta relevante: ¿cuál es la composición óptima del gasto público para tratar de obtener el mayor beneficio social posible? Están en campaña, pero el que gane, ¿qué va a hacer?