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De monumentos y sentimientos encontrados
Es curioso cómo somos los mexicanos con nuestros monumentos. Los adoramos y despreciamos al mismo tiempo. Tómese por ejemplo la Columna de la Independencia, mejor conocida como el Ángel (aunque ahora parece que lo políticamente correcto es decirle “la Victoria Alada”). Si uno se sienta un sábado por la tarde en Reforma verá ir y venir un desfile de quinceañeras con vestidos pintorescos que van al Ángel a tomarse fotos con su séquito de chambelanes y damitas.
Los que miramos lo hacemos con una mezcla de orgullo y sorna. “Ay, qué nacos”, podemos pensar, pero en el fondo nos gusta que reconozcan la belleza de nuestro Ángel. Es lo que les digo: sentimientos encontrados respecto a los monumentos, las tradiciones que conllevan y cómo se ven.
Un monumento que a mí me causa más repulsión que admiración es el Altar a la Patria, mejor conocido como el Monumento de los Niños Héroes. Sí, es la verdad: lo detesto, detesto lo que representa y me parece horrendo.
Si bien es cierto que la defensa del Alcázar de Chapultepec en la guerra con Estados Unidos fue llevada a cabo por jóvenes cadetes, la historia de los niños héroes como nos la contaron son puras papas fritas. Para empezar no fueron seis, fueron varios. Y la idea de la militarización de vida cotidiana que celebra el Altar me revuelve el estómago.
No más quejas. Antes de que existiera había ahí un restaurante de gran postín, cuya postal nos entrega hoy el Archivo Gustavo Casasola. Mejor se hubiera quedado el restaurante.