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No hay plazo que no se cumpla: ¡todos a votar!
Nací en un México donde los votos se contaban, pero no contaban, no al menos para elegir a los gobernantes.
Era una época en la que la autoridad electoral era presidida por el secretario de Gobernación, pues el Tribunal Electoral era un organismo dependiente de la misma Secretaría de Gobernación. Es decir, las elecciones eran organizadas desde el Poder Ejecutivo, y se calificaban en los colegios electorales de las cámaras que eran organismos integrados por los “presuntos diputados y senadores” que determinaban exclusivamente por criterios políticos y de mayorías si las elecciones era válidas, o no.
Hasta hace muy poco aún conservaba la credencial para votar expedida a mi madre en los años 70. Se sorprenderían los lectores más jóvenes de saber que carecía de fotografía, que no tenía marcas de individualización para evitar su falsificación y que los listados nominales con los que estaba relacionados tampoco tenían fotografía.
Era el México del mapachismo, del tapado, del ratón loco, de las urnas embarazadas y del voto de tamal. Un país en el que hasta 1988 no tuvo un senador de oposición y en el que difícilmente había lugar en la cámara de diputadas y diputados para opositores electos por mayoría relativa.
Era un México en el que no había incertidumbre respecto de los resultados electorales: siempre ganaba el mismo partido, que tenía un poder hegemónico en todos los órganos del Estado. Era un México gris, donde imperaba solo una voz, la omnipresente, la todo poderosa del Ejecutivo federal.
Ése era el México de mi niñez, un México donde los ciudadanos parecía que no existían, eran imperceptibles para los gobernantes, carecían de voz o simplemente no eran escuchados por los poderes del Estado.
Muchas generaciones de mexicanos y mexicanas tendrían que pasar para que esta situación fuera cambiando poco a poco.
El sistema electoral mexicano seguramente no es perfecto, pero funciona, es confiable y se construyó gracias a la lucha de muchas personas de diversas ideologías que poco a poco fueron arrancando a los poderosos facultades y autonomías. Reforma tras reforma se fueron diseñando y poniendo en vigor mecanismos de control del voto para que todos pudiéramos elegir a quienes nos gobiernan y que, en términos de estándares internacionales, todos tuviéramos derechos político-electorales efectivos.
El México de hoy es multicolor, pluricultural y hay tantas voces como las de cada uno de quienes vivimos en este gran país. Hoy los mexicanos somos libres, y en esa medida los dueños de nuestro destino, somos nosotros quienes decidimos el futuro de nuestra nación y el nombre y género de quien debe gobernarnos.
Sin embargo, no siempre ha sido así y hay que recordarlo. Por eso, salir a votar este 2 de junio es tan importante: es hacer patria, es conmemorar a todos los que entregaron sus fatigas e incluso su vida para que los mexicanos y mexicanas de hoy ejerciéramos efectivamente nuestros derechos. Es afrontar nuestro destino y tomarlo en nuestras manos, es decir sí al destino de ésta nación en la que nuestros hijos están creciendo.
Es aceptar que nuestro país tiene futuro y que es nuestro hogar, nuestra casa. México merece nuestro voto.
Yo voy a votar este 2 de junio lleno de alegría, sabiendo que fueron muchos los que lucharon para que mi voto cuente y se cuente, y con la esperanza de que ésta sea la elección con mayor participación en la historia moderna del país, porque he vivido en otro México, el de mi juventud y sé que al votar efectivamente, como se hace hoy en día, exorcizo al fantasma de ese ominoso pasado.
*El autor es magistrado electoral del TEPJF.