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Opinión

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Violencias intolerables

La tolerancia a la violencia, contra mujeres, niños, migrantes, personas en situación de calle, es un problema social tan grave como la violencia misma. A medida que ésta ha aumentado en el país, la sociedad se ha ido acostumbrando a verla, de cerca o de lejos, como parte de la vida. Esta perspectiva convierte a quienes no la padecen en su propio cuerpo en testigos mudos, en algunos casos cómplices evidentes, en otros  en víctimas indirectas, como sucede con la violencia doméstica donde la mujer recibe las agresiones y los hijos e hijas sufren cuando menos el impacto traumático de ésta. Cuando a las violencias sociales se añade la violencia institucional, ésta agrava sus efectos y contribuye a la tolerancia de lo intolerable o incluso la promueve.

En México la tolerancia a la violencia y a la violencia extrema ha aumentado desde hace  más de dos décadas en cuanto la sociedad se fue acostumbrando a escuchar noticias sobre feminicidios, masacres, linchamientos, violaciones y cifras crecientes de homicidios o ha tenido que sobrevivir en zonas de alta criminalidad. Esta tolerancia (que no es aceptación) se hace evidente en la falta de reacción pública sostenida contra el incremento de todo tipo de delitos graves y la constatación de que la impunidad no se reduce, pese a reformas judiciales y a las recurrentes promesas de justicia de las instituciones y funcionarios responsables.

Quienes sí han manifestado en público su hartazgo contra violencias que las atañen directamente son sobre todo las mujeres, cansadas y enojadas por el acoso constante, la impunidad de la violencia sexual y los feminicidios. También han levantado la voz familiares de personas desaparecidas que, además, buscan incansables a sus parientes aun sin el apoyo – y hasta con la hostilidad- de las autoridades, y han tenido que afrontar amenazas a su vida y seguridad.  Estas expresiones de descontento, acompañadas de exigencias de justicia y propuestas de solución en algunos casos, han caído en oídos sordos un sexenio tras otro.

Bajo este gobierno, pese a las promesas de cambio, las autoridades se mantienen indiferentes y sólo fingen responder cuando la indignación social se agudiza, como sucede ahora con el caso de Mariana Sánchez, médica asesinada en Chiapas, o con la postulación de Félix Salgado Macedonio a la gubernatura de Guerrero. La conjunción de estos hechos no es casual. Por una parte, vemos a autoridades negligentes ante el acoso y la violencia sexual que no se interesan en prevenir ni castigar y que se coluden incluso para destruir evidencia, acelerando la cremación, como sucedió con Mariana, y dejando escapar al presunto feminicida. Este caso no es excepcional. Por otra parte, nos topamos con un gobierno y un partido que niegan la gravedad de la violencia machista y manipulan a modo el sentido de la legalidad: si ésta estorba a sus propósitos, eximen de sospecha a sus partidarios, si no, atacan públicamente a quienes no lo son  y promueven juicios sumarios en las redes.

Ayer, colectivos feministas organizaron un performance de “El violador eres tú” frente a Palacio Nacional. Deberían escucharlo el presidente, los dirigentes de Morena, y todo partido que soslaye los antecedentes opacos de sus candidatos.

Sostener a un presunto violador como candidato a gobernar un estado con alerta de violencia de género en un país donde no se hace justicia ni a Mariana Sánchez, ni a Mariana Lima, ni a las víctimas de violencia sexual, no es ya negligencia, es violencia institucional en flagrancia. Ésta no sólo fomenta la tolerancia a la violencia, la institucionaliza y así normaliza una impunidad intolerable. Se agravia a las mexicanas y a toda la sociedad: si no importan las denuncias, ni las protestas, si no importan la violencia creciente y sus efectos a corto y largo plazo, ¿qué democracia es ésta?

Insistamos en la exigencia de justicia. Un país con violencia extrema e impunidad institucionalizada no tiene perspectiva de futuro.

@luciamelp

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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