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Arte e Ideas

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Nomás por Efraín Huerta

Hoy conmemoramos al Cocodrilo, el poeta y ensayista mexicano, a 104 años exactos de su nacimiento.

Le decían el Cocodrilo, pero su nombre completo y verdadero fue Efraín Huerta Romo. Nació en Silao, Guanajuato, el 18 de junio de 1914 y murió en la Ciudad de México en febrero de 1982. Hace cuatro años, recibió cumplido y nacional homenaje por su centenario. Los que lo conocieron recuperaron la memoria de sus dichos y sus letras. Lo volvieron a leer y disfrutaron la novísima edición de sus obras completas. Los que pasaron de noche o se distrajeron con los homenajes a Octavio Paz o José Revueltas, que también cumplieron 100 el mismo año, se perdieron de la más gozosa de las fiestas. Pero nunca es tarde para Efraín Huerta.

Diccionarios y semblanzas lo describen de la siguiente manera:

Efraín Huerta. Poeta y ensayista. Estudió leyes en la UNAM. Fue reportero, reseñista, editorialista, crítico de cine y de teatro; fundador de la revista Taller e impulsor de Cuadernos del Cocodrilo. Presidió la agrupación Periodistas Cinematográficos de México. En 1977, el Gobierno del Estado de Guanajuato instituyó el Premio de Poesía Efraín Huerta. Colaboró en Así, Comunidad, Diario de México, Diario del Sureste, El Corno Emplumado, El Día, El Fígaro, El Heraldo de México, El Mundo Cinematográfico, El Nacional, El Popular, Esto, La Capital, Metáfora, Nivel, Novedades, Pájaro Cascabel, Revista de Bellas Artes, y Revista Universidad de México. Obtuvo el reconocimiento Palmas Académicas 1945 del gobierno de Francia. El Premio Xavier Villaurrutia en 1975 por su obra en general. El Premio Nacional de Poesía 1976. Premio Nacional de Periodismo 1978. Medalla de la Universidad Autónoma de Chiapas 1978. Quetzalcóatl de Plata 1977 del DDF. Su libro póstumo Piel de Cocodrilo, publicado por Ediciones SM en el 2003 fue seleccionado por la SEP para el programa Biblioteca de Aula.

Sin embargo, la lista de premios, publicaciones y encargos habla poco de lo esencial. No habla de su vida ni dice que leer a Efraín Huerta es encontrar una página gloriosa e inaudita de la poesía mexicana. Tampoco que se trata de un poeta lejano de la metáfora aburrida, la rima clásica y el ansia de encabezar un movimiento literario, que fue enemigo de las citas, los epígrafes, el maquillaje y prefería los poemínimos que las odas de un millón de versos. Tampoco nos cuenta que fue revolucionario y tenía opiniones claras: “Creo que cada poema es un mundo, solía decir. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar los totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los líricamente desmadrados”.

A pesar de su identificación con el movimiento de la Revolución Mexicana, la familia de Huerta sorteó tanto el acoso de los conservadores y religiosos del Bajío como el de los revolucionarios triunfantes, pues don José Merced Huerta, abogado y padre de Efraín, era simpatizante notorio del general Francisco Villa, muy impopular en aquella región que lo vio caer. No obstante, José Merced Huerta se instaló e hizo carrera en Irapuato y ahí mismo, de los tres a los 10 años, tendría su hogar el próximo poeta. Pero el que habría de ser geográfica y literariamente su absoluto amor, la Ciudad de México, lo esperaba. En entrevista con Cristina Pacheco aparecida en El Gallo Ilustrado en junio de 1978, Huerta contó la historia:

“En Silao viví muy poco tiempo porque mi padre se estableció como abogado en Irapuato. Allí aprendí tipografía. Fíjate. No trabajaba como impresor, porque las máquinas me daban miedo. Estaba chico. No, yo limpiaba el disco, aprendía a componer la caja y todo eso. El olor de aquellos años es el de la tinta fresca. Pero Irapuato también fue importante para mí porque allá aprendí a jugar futbol”.

Luego de un constante trajinar, una vida de nómada entre Silao, Irapuato, León y Querétaro, Huerta llegó a los 16 años a la capital mexicana y se estableció en su centro mismo. Su casa se encontraba en el número 39 de la calle Paraguay. Una vez instalado quiso estudiar dibujo en San Carlos, pero cursó el primer año del bachillerato en Filosofía y Letras, en la famosa “Perrera” de San Pedro y San Pablo. Después pasó a estudiar en San Ildefonso, donde su destino se torcería para después enderezarse. Conoció a personajes como Rafael Solana, Ignacio Carrillo Zalce, Carlos Villamil, Guillermo Olguín y Carmen Toscano, su primer círculo de amigos con inclinaciones literarias, después a los muchachos de la revista Barandal, los más inquietos de San Ildefonso y que cursaban un año adelante. Eran Octavio Paz, Enrique Ramírez y Ramírez y Rafael López.

En aquellos años, el joven Efraín no tenía dinero para libros y toda la literatura moderna que leyó fue en los libros de sus amigos. También consiguió los poemarios de los Contemporáneos, todo lo que cayó en sus manos de Alfonso Reyes, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti.

Siempre con papeles y libretas, Huerta dibujaba a veces y copiaba sus poemas favoritos siempre que se presentaba la oportunidad. También llegó el amor: en la primavera de 1933, Efraín Huerta conoció a Mireya Bravo Munguía, estudiante también en San Ildefonso, y comenzó a escribir poemas. Sostuvo con ella una intensa correspondencia que se extendió hasta 1941, el año de su matrimonio. De una gran cantidad de poemas, escritos entre 1933 y 1934 escogió 25, los ordenó meticulosamente en tres partes y se los dio a leer a Enrique Ramírez y Ramírez y a su amigo incondicional José Alvarado. Estaba a punto de salir su primer libro.

Alvarado, en un texto titulado “Sí, Efraín, me acuerdo...” aparecido en La Cultura en México en 1974, escribió la historia que decía así: “Naturalmente tengo esa noche en mi memoria. Efraín, Enrique y yo fuimos a pie desde la calle de San Ildefonso hasta el departamento donde vivía el primero con su familia.

En un pequeño cuarto con vista a los árboles, tenía Huerta sus libros y una mesa con papeles escritos con esa esbelta letra suya. Allí estaba, inédito, Absoluto amor, poemas de los veinte años, pero de expresión segura y relámpagos originales, a veces oscuros, a veces amarillos. Enrique y yo los leímos, cada uno en silencio; Efraín fumaba interrogante. Ramírez y yo nos vimos a los ojos y, casi al mismo tiempo, dijimos uno y otro: debes publicar este libro inmediatamente. Efraín sonrió entre dudoso y entusiasta. Insistimos. A poco el libro salía de la imprenta y el nombre de Efraín Huerta empezó a ser conocido”.

El libro —que le recomiendo absolutamente, lector querido— estuvo editado y cuidado por Miguel N. Lira, y gracias a Carmen Toscano, poco después, se publicó un segundo volumen de su obra Los hombres del alba que, editado y formado por el escritor, mecenas y diplomático Genaro Estrada, apareció en otro sello editorial. El de la naciente revista Taller. Muchos consideran que fue en aquella publicación donde Efraín Huerta se consagró, no sólo como poeta, sino también como crítico, ensayista y reseñista. Es decir, como un escritor no sólo con talento sino con oficio. Una nueva figura de las letras mexicanas que escribía con pasión y frescura descaradas.

Huerta publicó con frecuencia desde 1930 hasta 1980; colaboró con alrededor de 20 periódicos y revistas y fue políticamente activo. En un medio donde casi todos los poetas declaraban y se tomaban muy en serio que la poesía era su vida misma y que si no pudieran escribir más se morirían, Efraín Huerta se reía gozosamente y se declaraba “antipoético”.

Siempre halló ridículos los afanes de trascendencia, y con genuina indiferencia, ante la gravedad de los solemnes, reaccionaba con humor o escribiendo otro poemínimo. Uno como “La contra” que les regalo aquí: Nomás/Por joder/Yo voy/A resucitar/De entre/los vivos.

Y aquí acaba esta memoria. Y nomás por que sí celebremos su cumpleaños otra vez.

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