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Arte e Ideas

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Sin temer a nada

Borges, al que vale la pena recordar siempre, abandonó este mundo hace 38 años, justo el 14 de junio de 1986, muy poco habló de su condición. 

Foto: Especial

“Uno de los colores que los ciegos –o en todo caso este ciego– extrañan es el negro; otro, el rojo”, confesó Jorge Luis Borges en una conferencia. “Le rouge et le noir” son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en este mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego. Hubiera querido reclinarme en la oscuridad, apoyarme en la oscuridad. Al rojo lo veo como un vago marrón. El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor.”

Borges, al que vale la pena recordar siempre, abandonó este mundo hace 38 años, justo el 14 de junio de 1986, muy poco habló de su condición.  “Lo hice porque no es esa ceguera perfecta en que piensa la gente; y en segundo lugar porque se trata de mí. Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse; pero en el caso mío, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, y ese lento crepúsculo duró más de medio siglo”.

Quizá por haber nacido en Buenos Aires, un año antes de que empezara el siglo XX, negaba haber dejado huella en la modernidad literaria y se describía como un escritor decimonónico. Poeta preciso, cuentista portentoso, incomparable ensayista, bibliófilo por vocación, estudioso de oficio y conocedor de casi todas las palabras de la Tierra, es una de las figuras más importantes en la literatura latinoamericana y universal contemporánea. Muchas veces la simple mención de su nombre produce un respeto que raya en el miedo. Los lectores se acercan a él con cautela, temerosos de no estar a la altura de sus palabras o asustados de ahogarse en sus insólitas mareas.

Más de tres sabios lo han dicho, lector querido: la manera más eficaz de acceder al mundo de Jorge Luis Borges es aceptar, de principio y sin remedio, que su obra constituye una literatura dentro de otras literaturas y que todas ellas, por deslumbrantes, pueden enceguecer, pero nada ilumina tanto como leerlas.

Desde niño –todo tiene un principio que explica su final– Jorge Luis Borges intuyó que la lectura debía ser una de las formas de la felicidad y gracias a su padre, el profesor Guillermo Borges, supo que era cierto.

En su larga estadía en Europa, donde Borges completó sus estudios, aprendió el francés y el alemán, recorrió las doctrinas filosóficas desde Aristóteles hasta Schopenhauer y se relacionó con escritores ultraístas españoles. De vuelta en Argentina, en el año de 1921, participó en la fundación de varias publicaciones literarias y filosóficas como “Prisma y Proa”, redescubrió los suburbios porteños, protagonistas de sus primeros libros de poesía (“Fervor de Buenos Aires”, “Luna de enfrente” y “Cuaderno San Martín”) y comenzó a colaborar en numerosas revistas y periódicos. A partir de ese momento su caminar por los senderos de la escritura sería continuo.

En 1925 publicó su primer libro de ensayos, “Inquisiciones”, pero muy pronto atrapó y se dejó atrapar por otras escrituras: la literatura fantástica, la mitología, las leyendas y la historia, el infinito, los secretos de los libros y los nombres de las cosas. Páginas esenciales y los más extraordinarios libros del siglo XX son de su autoría. “Historia universal de la infamia”, “Ficciones”, “El Aleph”, “El Hacedor”, “El oro de los tigres”, “El informe Brodie”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Siete noches”, “El libro de arena”, “Los conjurados” y otros muchos, atestiguan que Borges, aunque jurara que no quería y era quien mejor la describía, siempre fue una parte de la eternidad.

“Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Otras personas piensan en un jardín, otras pueden pensar en un palacio. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos. Entonces escribí el “Poema de los dones” que empieza así:

“Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche.”

Borges fue enterrado en la orilla izquierda del Ródano –en el Cementerio de los Reyes, en Ginebra–, acompañado de las osamentas de nobles, diplomáticos y consejeros de Estado. Su tumba, con el número 735, posee una pequeña cruz de Gales. En su epitafio puede leerse, en inglés antiguo, lenguaje que conoció muy bien, una frase del poema épico intitulado La batalla de Maldon, en el que un guerrero arenga a sus hombres antes de morir, peleando contra invasores vikingos en Essex, Inglaterra, en el siglo X. A la letra, dice: And ne forhtedon na  y quiere decir “Y sin temer nada”.

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