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La muerte lenta de la Unión Europea
La Unión Europea experimenta una muerte que no es dramática o súbita, sino tan lenta y constante que un día no muy lejano voltearemos la vista al otro lado del Atlántico para darnos cuenta de que el proyecto de integración europea que dimos por bueno durante medio siglo sencillamente ya no existe.
Washington DC. La Unión Europea experimenta una muerte que no es dramática o súbita, sino tan lenta y constante que un día no muy lejano voltearemos la vista al otro lado del Atlántico para darnos cuenta de que el proyecto de integración europea que dimos por bueno durante medio siglo sencillamente ya no existe.
La declinación europea es en parte económica. La crisis financiera ha impuesto una carga excesiva sobre muchos integrantes de la UE y las elevadas deudas nacionales junto a la incertidumbre sobre la salud de los bancos continentales significan mayores problemas en el futuro inmediato.
Pero esos líos no son nada en comparación con un problema más grave. De Londres a Berlín a Varsovia, Europa vive la renacionalización de la vida política, donde los países exigen el retorno de la soberanía que alguna vez voluntariamente cedieron en aras de un ideal colectivo.
Para muchos europeos, el bien común parece haber quedado relegado. Se preguntan qué es lo que la Unión les está dando y dudan que el sacrificio valga la pena. Si la tendencia se mantiene, pondrá en peligro de muerte uno de los más significativos e improbables logros del siglo 20, una Europa integrada, en paz consigo misma, tratando de proyectar el poder de la unidad.
El resultado sería que en lo individual, algunos países quedarían en la irrelevancia geopolítica y Washington quedaría sin un aliado dispuesto o capaz de compartir la carga global.
El desgaste del apoyo a una Europa unificada afecta hasta a Alemania, cuya obsesión por derribar las rivalidades nacionalistas que llevaron a incontables guerras habían hecho de la nación teutona el motor de la integración. La resistencia de la canciller Angela Merkel para rescatar a Grecia de su reciente debacle financiera, vulneró el espíritu de bienestar común que es el sello de la colectividad europea.
Tanto en Alemania como en otros países, el interés nacional supera ampliamente el entusiasmo por la Unión. Ya desde el 2005, los holandeses y franceses rechazaron la confirmación constitucional de los poderes de la UE y en Gran Bretaña, las elecciones de mayo dieron el triunfo a una coalición conservadora conocida por su eurofobia.
La renacionalización política de Europa es resultado más que nada del cambio generacional. Para los que llegaron a la mayoría de edad en la Segunda Guerra o la Guerra Fría, la UE era la ruta de escape de un pasado sangriento. Para las nuevas generaciones, eso ya no existe. Por eso, los políticos ya no ven la Unión como un artículo de fe, sino en función de su costo-beneficio.
Las demandas del mercado global y el costo de la crisis impactan en la seguridad social europea. Conforme se eleva la edad de jubilación y se recortan los beneficios, la gente culpa a la UE por la degradación de sus niveles de vida. Tampoco ayudan la ampliación geográfica de la Unión y la participación en las guerras de Irak y Afganistán. Ya no es el grupo compacto que era cuando cayó el Muro de Berlín.
Hace seis décadas, Jean Monnet, Robert Schuman y Konrad Adenauer fundaron la Europa moderna. Hacen falta nuevos líderes que inyecten vida a un proyecto que está muy cerca de sucumbir. No se vislumbran por ningún lado.
*Catedrático de Asuntos Internacionales en la Universidad de Georgetown e integrante del Consejo de Relaciones Exteriores. Es autor de Cómo los enemigos se convierten en amigos: Las fuentes de una paz estable.
ckupchan@cfr.org