Aquí y allá. Reflexiones navideñas

Aquí nos tocó vivir

Cristina Pacheco

Padres, madres, niñas, niños, jóvenes. Muchos de ellos abuelos, tíos, primos, vecinos, maestros, amigos e integrantes de un conteo sesgado e impune. El número desaparecidos en México navega en un mar de irrealidad y aunque el descontento llegue igual a las calles que al Washington Post, sobrevivimos en el engaño y con evasivas, testigos de los pocos segundos que se dedican en la mañanera a los asuntos que sí importan.

Nunca se sabe cómo puede afectar una declaración y hasta dónde puede herir o despertar  indignación. Aunque a las pocas horas de mencionarse a favor de un alto al fuego en Gaza el presidente retomó una postura neutral, —que celebro, por que los conflictos que implican actos terroristas salen de la lógica—, AMLO se dio un espacio y lamentó las pérdidas humanas y las condiciones que hoy viven miles de personas en en el Medio Oriente, tanto palestinos como israelís.

La empatía de nuestro mandatario para con las víctimas de este conflicto refleja sensibilidad y una vinculación con los Derechos Humanos que tristemente no se ha aplicado a nuestro país: ¿Qué debemos hacer en México para que el Estado se conmueva y actúe en contra de la violencia que se ha vuelto nuestra cotidianeidad? ¿Cuántas historias como la de los jóvenes de Lagos de Moreno o Salvatierra? ¿Cuántas posadas más tendrán que terminar en masacres o fines de semana convertidos en duelos?

Al reflexionar sobre estas muertes pienso en Ayotzinapa y el lugar que tuvo la indiferencia de Enrique Peña Nieto en la caída de su gobierno y credibilidad, pero también en nuestra manera de entender la violencia y la decepción por un Estado incapaz de garantizarnos seguridad. Ayotzinapa nos cambió, ojalá pase lo mismo con los crímenes que hoy nos pasman, quizá nos haga falta mirarlos con más claridad.

En su columna Mar de Historias, fechada el 12 de Octubre de 2014, Cristina Pacheco describe como nadie las dudas existenciales de siete costureras en plena labor que, como casi todos los mexicanos entonces, hablan de los desaparecidos de Ayotzinapa.

Organizadas en torno a “pegar encajes, botones miniatura, pompones, bieses y pequeñas flores que adornarán la ropita para los niños Dios”, las trabajadoras revelan su decepción, pero también la esperanza innata a la naturaleza humana: 

Leticia: -Lo que más me duele es que sean todos tan jovencitos.

Arcelia: -¿Estarán vivos?

Rosalba: -Ojalá, pero no lo creo. Ya pasaron muchos días….

Enriqueta: -No seas tan pesimista, no hay que perder la fe: ¡aparecerán!

Hortensia: –Será por gracia de Dios. De la justicia, mejor no esperar nada.

Enriqueta: –Sea por lo que fuere, el caso es que aparezcan.

Del taller, la plática se traslada a la comida en una fonda semi vacía. Ahí, entre otras cosas, Daniela cuenta que su comadre corrió a la hija por andar con un hombre mayor y sin trabajo y Enriqueta confía a sus amigas que su hijo Reynaldo se fue de la casa por que ya no podía dormir con su hermano Esteban. Todo va bien hasta que, sin probar bocado, Bertha se retira de la mesa y Cristina Pacheco nos revela que la mujer “tiene cinco años de no ver a su hijo Kevin y aunque pensó que se había resignado a la ausencia y sobrepuesto a la incertidumbre […], la historia de los muchachos desaparecidos de Ayotzinapa ha avivado su dolor, su recelo y el ansia de encontrarlo.”

Como Cristina Pacheco, que supo identificar el dolor y el amor donde pocos lo encontraban, las costureras de su historia y cada uno de nosotros, todos buscamos aferrarnos a algo. No sé si a la ilusión de que los desaparecidos no estén muertos y “aparezcan” o que las cosas cambien, el Estado responda y nos garantice una vida más segura.

Lo único cierto y recordando a la gran Cristina Pacheco es que “Aquí nos tocó vivir” y merecemos hacerlo de la forma más digna.