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La cárcel: violencia institucionalizada
Como si la mano dura detuviera la violencia, hay quienes proponen imponer penas de cárcel por delitos que no son graves o aumentar las que se imponen por crímenes como el feminicidio o el secuestro. Lejos de solucionar el problema de la criminalidad, eternizar la reclusión o masificarla como en Estados Unidos, agravaría la deplorable situación del sistema penitenciario, la crisis de derechos humanos que ahí se vive y agudizaría nuestra ya intolerable degradación social.
Como lo muestran estudios académicos o informes oficiales, las cárceles en México forman parte de un sistema deshumanizante en que rigen la arbitrariedad y la violencia. Según un reporte de la CNDH del 2016, la violación de derechos humanos, de tratados y leyes nacionales e internacionales en aquéllas es sistémica y sistemática. Así, lejos de cumplir con el supuesto propósito de reinserción social con que se justifica el encierro como forma de castigo en las sociedades democráticas, la cárcel es, en realidad, como ha señalado la antropóloga Aída Hernández, el último eslabón de una cadena de exclusión y violencia.
Aunque las violaciones a los derechos humanos pueden afectar casi a cualquiera que caiga en la maquinaria penal, las personas más vulnerables —pobres, indígenas y mujeres— corren mayores riesgos, pues tienen menos redes de apoyo o recursos para defenderse. Además, para muchas la reclusión es un agravio más en una sociedad desigual y violenta, que antes les ha negado derechos básicos.
Si bien las mujeres representan alrededor de 5% de la población penitenciaria, sus condiciones de vida ilustran bien los vicios del sistema. A la privación de la libertad y al maltrato común en este ámbito, se añade la carga del machismo que se traduce en graves violaciones a sus derechos humanos, como la violencia sexual. El encierro en sí les impone un triple abandono: el de la sociedad que las deja a merced de un aparato represor que encarcela sin sentencia o impone penas desproporcionadas, el de sus familias que no las visitan —entre 50 y 70% de las presas no recibe visitas de parejas o familiares, según diversas fuentes— y el de un Estado que muchas sólo conocieron en el momento de ser detenidas.
Datos y cifras son significativos, pero no dan cuenta del sufrimiento que impone la prisión ni de la capacidad de resistencia de quienes la padecen. Por eso es fundamental el trabajo de colectivas y personas que contribuyen a mejorar las condiciones de vida en la cárcel, con un verdadero propósito de reinserción social y que, con el fin de educar a la sociedad, han recurrido al documental o a proyectos artísticos y editoriales que acercan a quienes estamos fuera a la vida y palabra de quienes viven en reclusión.
Una de estas organizaciones es la Colectiva Hermanas en la Sombra que, desde hace 10 años, ha desarrollado talleres de escritura y de historias de vida en la sección femenil del Cereso Morelos (Atlacholoaya), creado los documentales Bajo la sombra del guamúchil (Aída Hernández, 2010) y Semillas de guamúchil, ahora en libertad (Carolina Corral, 2016) y publicado libros de ensayo, poesía y narrativa escritos por las participantes. En Bajo la sombra toman la palabra, por sí mismas o a través de otras, mujeres campesinas e indígenas cuyas historias de vida están marcadas por la violencia y la miseria desde la infancia. Verlas leer, apoyarse, escuchar sus relatos o sus poemas, conmueve. También indigna: invita a preguntar(se) ¿por qué se condena a penas de 10 años a quienes sólo eran pareja de narcomenudistas o sólo transportaron pequeñas cantidades de droga? ¿por qué se sigue encarcelando a quienes no han cometido delito alguno? ¿no debería anularse el juicio de quien jamás contó con un traductor y no sabe siquiera por qué está encerrada?
Contra la versión maniquea de que en la cárcel están seres monstruosos o peligrosos, las voces, gestos y palabras de estas mujeres creativas y resilientes obligan a cuestionar nuestra pasividad ante la violencia y crueldad del Estado.