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La última oportunidad
"Por la concordia los estados pequeños se hacen grandes, mientras que la discordia destruye los más poderosos imperios.”
Caius Sallustius Crispus. Historiador latino.
La concordia es un término amplio y directo. Una acción noble y comprometida que motiva el entendimiento y la suma de voluntades.
Según la Real Academia de la Lengua Española, la palabra griega que rescata el latín, simboliza la conformidad y la unión, también el concenso y la aveniencia. Por eso en las relaciones humanas, la concordia es garantía de reciprocidad, compañerismo y amistad. Algo que hoy nos suena lejano, pero que seguramente en algún momento de la historia existió y rindió frutos.
En tiempos antiguos, la concordia era tan anhelada que tomó la forma de una diosa. Encarnada igual por una sortija de dos aros unidos, que como una mujer joven y bella, la Concordia se representaba junto al cuerno de la abundancia y el caduceo o vara de olivo adornada con guirnaldas, referente de la paz y el éxito comercial. Así, con un poder simbólico que prometía la gloria para quienes la abrazaran, la concordia, también llamada armonía, siempre ha tenido que enfrentarse a la discordia.
Casi invencible, entre sus múltiples conquistas este sentimiento inspiró el fratricidio de Abel y gracias a él y a sus oscuras motivaciones, la mayor parte de la humanidad fue tragada por las aguas del diluvio, torturada y asesinada en nombre de la fé o cremada en las cámaras de gas a causa de su raza, creencias o preferencia sexual. Lo triste es que hoy sigue lastimándonos con el desacuerdo que divide naciones, pero más que nada, con la resistencia al diálogo y la violencia.
Lo que actualmente sucede en las universidades más importantes de Estados Unidos obedece a una discordia ciega y sorda que confunde la esencia de las cosas: ¿Qué culpa tiene un alumno judío de lo sucedido entre Israel y Gaza? ¿Cuál es el estado de una universidad que permite que se le bloquee el acceso a uno de sus maestros por el sólo hecho de ser judío?
Responder de manera simplista a estas preguntas sería alinearme a los valores del disentimiento y no lo pienso hacer. Así que, más que contestar las interrogantes que hoy nos quitan la paz, me detendré en las causas y el porqué de la explosión de una sensibilidad mal canalizada que coloca a la rabia por encima de la razón.
Responzabilizar a un estudiante judío de la respuestas de Israel a los ataques del 7 de octubre del grupo terrorista Hamás es igual que culpar a una joven londinense hija de musulmanes de los miles de muertos y heridos en los atentados de al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington y el de 2004 en la estación madrileña de Atocha.
Lo que yace en el fondo de estas acciones es el efecto de los discusos de odio y la polarización. Hoy, los Estados Unidos son una nación encrispada y divida, en buena parte, por una discriminación ancestral, pero tambien por las ideas y las descalificaciones que tanto repitió Donald Trump. En este sentido, vale la pena recordar al perverso director de propaganda del nazismo Joseph Goebbels que decía que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. ¿Hasta cuándo permitiremos que los políticos se fortalezcan a través de los discursos de odio?
Para cerrar la reflexión recurro a un grabado del artista alemán George Gross en el que representa un militar pasado de peso en pleno sermón a un nutrido grupo de seguidores. Lo curioso es que de la boca de líder salen sólo balas y cuchillos afilados que tienen la capacidad de cautivar a algunos, pero hieren a la mayoría.
Igual que una gran parte de los mexicanos, hoy espero que el segundo debate presidencial sea un espacio de armonía y buena comunicación y que, más que atacarse y descalificarse, nuestras candidatas y candidato se inspiren en los valores de la concordia y propongan un mejor país. Ojalá aprovechen la oportunidad.