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Miradas sobre Dudamel
A cada quien sus gustos cuando de admirar la labor de una orquesta se trata.
Los años me han llevado a adquirir ciertas miradas frente a un conjunto orquestal. En gran medida se lo debo a la sala Neza, de la UNAM, ya que su arquitectura permite ocupar un lugar en la zona de coro. Es decir, sentarse viendo en todo su esplendor el cuerpo del director de orquesta. También de manera integral muchos de los rostros y las flexiones de los integrantes del grupo musical. Hablo de un ejercicio múltiple: escuchar la interpretación, lanzarse al imaginario de los compositores, seguir los brazos, manos y gestos del de la batuta, los ojos puestos en la partitura de los ejecutantes, advertir la tensión o la felicidad de quienes bajo la guía del concertador, nos llenan de plenitud –y en algunos momentos de angustia— en cada obra del programa.
Esta experiencia del melómano se reduce significativamente en el Palacio de Bellas Artes. Desde una cuarta fila de la luneta, el viernes 2 de marzo, miré el cuerpo de Gustavo Dudamel, al frente de la Filarmónica de Viena. De espaldas, con la caída impecable de su traje, pantalón en el justo tiro con el empeine, zapatos relucientes, pasos de estudio y ligeros brincos sobre el podio que celebran a quien sabe los centímetros necesarios para desplazarse. Como todo director, el venezolano sostiene la batuta como un alfiler, con una fuerza en los dedos que prensa lo que por momentos parece un ave en espera de vuelo.
El elogio de dirigir sin partitura se refrenda en la mirada alerta del también director de la Filarmónica de Los Ángeles. No pude verle al ciento, pero los giros de su cabeza a la izquierda o derecha, donde los violines se atreven a la indicación, son los del adivinador curtido por el sicoanálisis. Dudamel les cuestiona ojo por ojo a los de las cuerdas, les empuja, les gruñe. Los filarmónicos que alcanzo a dibujar, uno de ellos con un violín colgado del atril (¿amuleto, repuesto, apuesta?), son de piel tan blanca que su puja por los acordes les ponen rojos de inmediato.
Que el concertador no tenga que leer el cuadernillo le abre las puertas al abismo tanto como al paraíso. Quizá esa prueba al filo del podio la adviertan más las secciones del fondo, donde los metales, los vientos y las percusiones reciben no indicaciones, sino latigazos. En efecto, nada de malo que el director Dudamel de pronto parezca domador, pues la fiereza de sus músicos, la garra con que trabajan los sonidos, requiere de severidad, de firmeza milimétrica o, si se quiere, demandan disciplina ya que pueden agarrar por su cuenta la parranda. Lo saben de más con obras tan propicias como la Segunda de Charles Ives, o la Cuarta de Chaikovsky. Piezas lucidoras, dulces para explotar el corazón de quienes gustan de apologías.
Los que saben de crítica musical alegan que el de Venezuela es arrogante. Que le han inflado, que no es para tanto, pero tampoco para menos. O bien que se queda corto en la justa internacional. En la sesión que miré el viernes, me pareció discreto, de enorme solvencia. Sonreía gustoso, pero evitó concentrar las aclamaciones. Se puso al lado de los ejecutantes, apenas si hizo caso al ramo de flores, evitó las caravanas con sombrero propio y ajeno. Supongo que más vale así cuando estás al frente de una filarmónica famosa, casi incuestionable, con Rolex como patrocinador y además de pocas mujeres bellamente trajeadas. Así las cosas, fue un concierto con la Viena imaginada.