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Opinión

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Tribunal electoral: más testimonial que jurisdiccional

Imagina que después de la final del torneo de liga del fútbol mexicano, el equipo derrotado presenta una protesta ante la Comisión de Árbitros, alegando que durante el partido se cometieron diversas irregularidades previamente denunciadas, pero ignoradas. Según el equipo perdedor, el equipo ganador compitió con 12 jugadores, la portería del equipo vencedor fue sustituida por una de menor tamaño en cada tiempo, se amenazó a sus jugadores para que no se presentaran al partido, y el dueño del equipo rival intervino, increpando a los árbitros y obstaculizando al equipo contrario.

Ante este escenario hipotético, la Comisión de Árbitros de la Federación Mexicana de Fútbol examina los argumentos y emite un veredicto sorprendente: “La goleada fue tan contundente que resulta irrelevante que el árbitro del juegono haya advertido y corregido oportunamente las irregularidades denunciadas por el equipo perdedor”.

Aunque este ejemplo pueda parecer exagerado e improbable, refleja una lógica similar a la que se observa en las decisiones de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en relación con las elecciones federales: sin importar el grado de intervención de los gobiernos en los procesos electorales o la cantidad y gravedad de las irregularidades cometidas, mientras la diferencia de votos sea suficientemente significativa, cualquier vicio o irregularidad queda convalidado.

A pesar de que, en sentido estricto, no se cumplieron las condiciones normativas que justificarían la nulidad de la elección, esto no cambia el hecho de que, durante varias etapas del proceso electoral –incluso antes de su inicio formal– las autoridades electorales, especialmente el Tribunal Electoral, desempeñaron un rol más testimonial que jurisdiccional.

Por ejemplo, mucho antes del inicio formal de las precampañas, las dos principales coaliciones partidistas ya habían comenzado sus procesos internos para la selección de sus candidaturas. Incluso antes de esto, los aspirantes del partido en el poder ya llenaban diversos espacios con propaganda velada en favor de su causa.

Sin embargo, en lugar de aplicar la ley, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación optó por adaptarla a la realidad impuesta por los propios actores políticos, transformando el lenguaje para que, en lugar de calificar estos actos como ilícitos, se les describiera como “procesos de naturaleza política inéditos”.

Eso sí, como el legislador ordinario no había previsto estos “procesos de naturaleza política inéditos” era necesario regularlos de alguna manera. Esto llevó a que se ordenara la emisión de lineamientos paralelos a la legislación electoral, con el fin de dar una apariencia de legalidad a actos que estaban lejos de serlo.

Esta manera de ver el derecho por parte de los magistrados del TEPJF –con excepción de la magistrada Otálora quien desde el inicio propuso calificarlos como fraude a la ley– se parece a aquello que Rosler, en su libro La ley es la ley, denomina una variación del enfoque de la escuela de los posglosadores. Según Rosler, “mientras que los glosadores, fieles al razonamiento normativo, creían que si el derecho no estaba en línea con la realidad, era la realidad la que debía ajustarse al derecho, los posglosadores, en cambio, sostenían que si el derecho colisionaba con la realidad, era el derecho el que debía cambiar, no la realidad”.

Esta comparación, lejos de ser un halago, refleja un problema profundo: este tipo de decisiones terminan por hacer irrelevante el derecho legislado, en detrimento de la legalidad y la seguridad jurídica.

Cuando las reglas prohibitivas y sus sanciones dejan de aplicarse, incluso en nombre de los más nobles propósitos, pierden por completo su razón de ser. Dejan de ejercer presión normativa sobre sus destinatarios y se convierten en simples catálogos de buenas intenciones. Esto solo puede explicarse como el resultado de tribunales que abandonan su rol como guardianes de la legalidad y se convierten en cómplices de la arbitrariedad, auténticos apóstatas del Derecho.

Surgen entonces cuestionamientos inevitables:

¿De qué sirve que la Constitución imponga una prohibición categórica sobre la utilización de recursos públicos en procesos electorales si no hay autoridad que la haga cumplir? ¿De qué sirve que, en innumerables sentencias, se haya determinado la indebida intervención del presidente de la República en el proceso electoral a través de sus conferencias matutinas si los efectos de tales decisiones han sido, en gran medida, simbólicos?

En el contexto actual, la justicia electoral no ofrece respuestas concretas a estas preguntas. Si las conductas que pueden generar inequidad en la contienda no son sancionadas y, por ende, evitadas de manera oportuna, el tribunal electoral deja de ser un árbitro imparcial y se convierte en un jugador más del equipo ganador, justificando las violaciones a la ley en función del resultado que éstas generan.

Es como decir que, a pesar de que el equipo vencedor compitió con 12 jugadores, alteró las medidas de la portería y agredió constantemente a los rivales, el resultado final de 8-0, fruto de esa disparidad, es motivo suficiente para ignorar todas esas irregularidades.

En conclusión, la erosión de la legalidad en el ámbito electoral, respaldada por decisiones que priorizan el resultado sobre la integridad del proceso, no solo socava la confianza en las instituciones democráticas, sino que también fomenta el incumplimiento de la ley. 

Al convertirse en cómplices de la arbitrariedad, los órganos responsables de garantizar la justicia electoral renuncian a su papel de guardianes imparciales, poniendo en peligro la esencia misma de la democracia. Si este rumbo no se corrige, el daño a la credibilidad del sistema electoral será profundo y difícil de reparar. El proceso se convertirá en un mero espectáculo, donde las decisiones están predeterminadas y el resultado será una victoria vacía, desprovista de legitimidad.

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