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Un Poder Judicial de chocolate
La liberación de Rosario Robles y el arresto de Jesús Murillo Karam, ambos integrantes del gabinete presidencial de Enrique Peña Nieto, sacan a relucir una de las prácticas más detestables del sistema de justicia mexicano: el abuso de la prisión preventiva.
Robles pasó tres años en la cárcel acusada del delito de ejercicio indebido del cargo, purgando una pena por la que hasta ahora no ha sido condenada. Ahora podrá seguir con su defensa en libertad. A petición de la fiscalía, el juez concedió cambiar la medida cautelar de prisión preventiva a la prohibición de salir del país y la presentación periódica en el juzgado. El riesgo de fuga de pronto se esfumó.
Todo parece indicar que a Murillo Karam le espera un destino similar. Tras su aprehensión, el juez de control concedió la prisión preventiva solicitada por la fiscalía. Seguirá desde la cárcel su proceso en calidad de presunto culpable.
No es un problema que únicamente afecte a los políticos. En 2004, la Open Justice Initiative, en su estudio “Los mitos de la prisión preventiva en México”, encontró que el 42.7% de la población carcelaria se encontraba presa sin una sentencia condenatoria.
Quince años después, las cosas seguían prácticamente igual. Según el Censo Nacional del Sistema Penitenciario Federal y Estatal 2021, el 40.9% de los reos en México estaban en espera de un juicio; presuntos culpables que purgan condenas antes de ser derrotados en un juicio.
La espera puede ser larga. Elba Esther Gordillo, quien fuera líder del sindicato de maestros, estuvo casi cinco años en la cárcel acusada de delincuencia organizada y lavado de dinero, antes que un juez cambiara la prisión preventiva por prisión domiciliaria.
La detuvieron al inicio del gobierno del presidente Peña Nieto. Cinco años y medio después, el Primer Tribunal Unitario del Poder Judicial de la Federación dictó sentencia y ordenó su “absoluta e inmediata libertad”. Emitió su laudo el mismo día que otro tribunal declarara la validez de la elección presidencial de 2018 y entregara la constancia de mayoría a López Obrador.
“Las resoluciones de los tribunales y la Suprema Corte no siguen tiempos políticos”, dijo en aquel entonces la hoy senadora Olga Sánchez Cordero. Su declaración resuena no sólo por inverosímil, sino por la forma en que normalizaba el abuso de la prisión preventiva. Alguien que estuvo a la cabeza del Poder Judicial por 20 años no parecía ver nada extraño en que una persona pasara tanto tiempo en prisión en espera de un juicio, que a la postre resultó absolutorio.
La prisión preventiva es una de las medidas cautelares contempladas en el sistema de justicia penal; la más extrema y por ende la que más violenta el derecho a la presunción de inocencia. Por ello se deberían emitir sólo en casos especiales. En México, sin embargo, la excepción se ha vuelto la regla.
La Constitución contempla dos tipos de prisión preventiva: la justificada, que el juez ordena a petición del MP cuando el caso lo amerita, y la oficiosa, que el juez está obligado a conceder cuando los hechos encuadran en un tipo de delito clasificado como grave. A los políticos parece gustarles la prisión preventiva y por eso ampliaron el catálogo de delitos graves.
Desde luego, entre más prisión preventiva, mayor el poder del MP. El acusado tiene que armar su defensa desde la cárcel. Una vez en prisión, todo mundo parece asumir que eres culpable, aunque la acusación no haya sido probada. Tu reputación queda hecha añicos.
Los jueces tienen la función de nivelar el terreno. Se espera que garanticen un proceso justo, prevengan el abuso del poder por parte del MP y hagan efectivo el derecho a la presunción de inocencia. Sin embargo, el Poder Judicial en México parece haber abdicado esta responsabilidad.
*Profesor del CIDE.
Twitter: @BenitoNacif