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El agujero fiscal británico es una ilusión
Poco después de asumir el cargo, el nuevo gobierno laborista del Reino Unido anunció el descubrimiento de un enorme déficit en las finanzas públicas. Si bien gran parte del debate político se ha centrado en el tamaño de este agujero fiscal, el verdadero culpable es el conjunto de reglas arbitrarias que los gobiernos británicos se han impuesto a sí mismos desde 1997.
LONDRES. Poco después de asumir, el nuevo gobierno laborista del Reino Unido anunció que se había descubierto un “agujero negro” de 22,000 millones de libras (29,000 millones de dólares) en las finanzas públicas, supuestamente dejado por el gobierno conservador anterior. El primer ministro Keir Starmer, que se había comprometido a revitalizar el crecimiento, tras años de estancamiento económico, deuda pública creciente y una carga impositiva sin precedentes, dijo que las políticas del gobierno anterior no le dejaban “otra opción” que implementar medidas “dolorosas”, entre ellas posibles aumentos de impuestos.
Desde entonces, el tamaño del agujero fiscal británico ha dominado el debate político. ¿Son realmente 22,000 millones de libras, o serán más? ¿Cuánto es deuda heredada y cuánto deriva de los aumentos salariales del nuevo gobierno para los trabajadores del sector público? Como han señalado algunos críticos, los gobiernos entrantes tienden a culpar a sus predecesores por problemas que ellos mismos crearon. Pero casi nadie parece tener en cuenta que el “agujero negro” depende de la aplicación de reglas fiscales que son arbitrarias. Por ejemplo, la división entre gastos presupuestarios y extrapresupuestarios no es la misma en todos los países.
Las reglas fiscales vigentes las introdujo en 1997 el entonces ministro de finanzas Gordon Brown, para dar a los mercados de bonos garantías de que el gobierno laborista no se extralimitaría con el gasto. En 2010, el entonces primer ministro conservador David Cameron reforzó el sistema con la creación de una Oficina de Responsabilidad Presupuestaria independiente, encargada de verificar que el gobierno cumpliera sus propias reglas.
La ministra de finanzas de Starmer, Rachel Reeves, se ha comprometido a “equilibrar los libros” y dejar un cociente deuda pública/PIB menor cuando termine el mandato quinquenal del Partido Laborista. Apelará para ello al crecimiento económico. Pero reducir el gasto público impedirá el crecimiento necesario para lograr los objetivos fiscales de Reeves.
El marco fiscal actual es en parte una reacción a las prácticas presupuestarias discrecionales de los años cincuenta y sesenta. En ese periodo, a los gobiernos les interesaba más mantener un nivel de pleno empleo no inflacionario que equilibrar el presupuesto. Se usaba el déficit para reducir el desempleo, y el superávit se veía como una herramienta para controlar la inflación. El principal defecto de esta estrategia fue que estimular el crecimiento aumentando el gasto y bajando impuestos resultaba mucho más fácil que reducir la inflación disminuyendo el gasto y aumentando impuestos. De modo que el compromiso con el pleno empleo traía consigo una presión inflacionaria implícita.
En respuesta, los gobiernos británicos pasaron el énfasis a la estabilidad de precios, convertida así en principal objetivo macroeconómico, y se le restó importancia a la observación de John Maynard Keynes de que ni siquiera las economías de mercado eficientes pueden mantener el pleno empleo. Al oscilar el péndulo de un extremo al otro, se volvió cada vez más difícil hallar un punto medio.
En la actualidad, los pedidos de más inversión pública se plantean exclusivamente en términos de oferta. La economista Mariana Mazzucato, por ejemplo, propugna inversiones públicas “orientadas a misión” para la descarbonización. La idea es que aunque la rentabilidad de la energía limpia es mucho mayor que la de los combustibles fósiles, los mercados no pueden proveer por sí solos las inversiones necesarias para combatir el cambio climático; así pues, es imprescindible apelar al gasto público “inteligente”. Como expresa un editorial reciente del Evening Standard, un “nuevo gobierno verdaderamente radical rompería con la convención” e invertiría en “proyectos de infraestructura que ayuden a sentar las bases de una economía vibrante”.
Pero ante este argumento, se plantean dos preguntas fundamentales: ¿por qué suponer que la inversión pública es más favorable al crecimiento que la inversión privada? Y ¿por qué el sector privado no puede proveer la financiación necesaria para la adopción de las energías verdes?
Una posible respuesta, basada en la economía keynesiana, es que la inversión pública no desplazará al capital privado, sino que atraerá dinero que hoy está vinculado a actividades especulativas y lo canalizará a la economía real. El argumento es válido, pero desde un punto de vista político no es un gran avance contra la idea de que el gasto público es siempre menos eficiente que la inversión privada.
La camisa de fuerza fiscal del RU no puede aflojarse sin medidas de estímulo a la demanda. Aunque pedir un aumento de la inversión pública con un desempleo cercano al 4% (el nivel más bajo desde los setenta) pueda parecer contrario a la intuición, la tasa de desempleo oficial no es un reflejo fiel de la utilización real de la capacidad económica. La tasa de inactividad (el porcentaje de personas de 16 a 64 años que no trabajan ni buscan empleo) hoy se sitúa en el 21.8 por ciento. Con cerca del 25% de la fuerza laboral empleada a tiempo parcial (y mucha gente que no consigue empleo a tiempo completo) y un 6% de la población en edad de trabajar que recibe beneficios por discapacidad, es posible que el verdadero potencial no utilizado sea dos o incluso tres veces más que lo que indican las cifras oficiales de desempleo.
El año pasado, sostuve que la Ley de Reducción de la Inflación, promulgada por el presidente estadounidense Joe Biden, contenía el germen de un concepto fiscal importante: el multiplicador del presupuesto equilibrado. Según este principio, un aumento del gasto público acompañado por un aumento igual en los impuestos incrementará la demanda agregada, porque una parte de lo recaudado por el impuesto se iba a destinar al ahorro y no al gasto.
La Ley de Reducción de la Inflación, que incluye 369,000 millones de dólares en subsidios y exenciones fiscales para la energía limpia, también apunta a lograr un presupuesto equilibrado a lo largo de un decenio, generando ingresos adicionales por 739,000 millones de dólares mediante un aumento del crecimiento económico y de los impuestos corporativos. Y hasta ahora, los resultados parecen abonar la estrategia: desde 2021, la economía estadounidense no deja de crecer; el desempleo se redujo en 2023 al 3.4%, su valor mínimo en medio siglo (antes de aumentar a 4.2% en 2024), y la inflación cayó al 2.5 por ciento. Reeves consideró aplicar una estrategia similar en el RU, pero puesto que un gran aumento de los impuestos está fuera de discusión, enfrenta las mismas restricciones fiscales que su predecesor conservador Jeremy Hunt.
De esto se pueden extraer dos conclusiones. La primera es una sencilla observación keynesiana: para reducir la deuda nacional, las políticas públicas no deben centrarse en recortar el gasto, sino en lograr que el PIB crezca más rápido que la deuda. Una lección clave de catorce años de gobierno conservador es que con la economía paralizada por medidas de austeridad fiscal, es inevitable un aumento del cociente deuda pública/PIB.
En segundo lugar, los gobiernos británicos carecen de la libertad de sus homólogos estadounidenses para ignorar el “sentimiento financiero” (por más errado que esté), y no pueden aumentar los impuestos a voluntad. Los controles de cambio que otrora impidieron la fuga de capitales son cosa del pasado, y el RU ya no tiene poder imperial para obligar al dinero a quedarse en casa.
Pero aún así, con la debida preparación, debería ser posible para un gobierno británico emitir “bonos de descarbonización” (similares a los bonos de guerra que se usaron para financiar las dos guerras mundiales) y usarlos para apoyar la transición verde. Sería una iniciativa fiscal que podría tanto satisfacer las necesidades del lado de la oferta como los imperativos del lado de la demanda.
El autor
Miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido y profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick, es autor de una premiada biografía de John Maynard Keynes y de The Machine Age: An Idea, a History, a Warning (Allen Lane, 2023).
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