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Amores escultóricos
A finales del siglo XIX, el gobierno de Porfirio Díaz estaba obsesionado con blanquear el pasado indígena del país. No me refiero a borrar a los aztecas de los libros de historia, sino más bien lo contrario: convertirlos en héroes con los que los mestizos pudieran identificarse.
A finales del siglo XIX, el gobierno de Porfirio Díaz estaba obsesionado con blanquear el pasado indígena del país. No me refiero a borrar a los aztecas de los libros de historia, sino más bien lo contrario: convertirlos en héroes con los que los mestizos pudieran identificarse.
En ese tenor, en 1880 se contrató a Francisco M. Jiménez como arquitecto y a Miguel Noreña como escultor para hacer el Monumento a Cuauhtémoc, el último tlatoani, quien rige el tránsito de Reforma e Insurgentes.
El rey azteca se yergue impresionante sobre su pedestal, armado, listo para la lucha. Hay una anécdota que alguien me contó y no sé si sea cierta, pero me parece una buena historia. Miguel Noreña tenía un amor desesperado, desgarrador como debe ser un amor en plena era del romanticismo. Amaba tanto que escribía cartas a su objeto amado (no me acuerdo si era hombre o mujer), pero nunca las enviaba. Se comía las entrañas en ese amor.
Como acto de resurrección y sanación, Noreña escondió todas sus cartas en el vaciado de bronce de la escultura de Cuauhtémoc. Se dice que están precisamente en el bíceps derecho del héroe. ¿Se imaginan? Un amor destructivo en pleno Reforma, uno más. Me encantaría que alguien abriera la escultura y encontrara esas cartas desesperadas.