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El Saltillense
Un toro de 16 años le vació el ojo derecho a Armando Rosales que, a la postre, se convertiría en el más original fotógrafo taurino de México.
Me entero por Leonardo Páez, crítico taurino de La Jornada, que mi amigo Armando Rosales El Satillense falleció en diciembre pasado a los 63 años de edad. Valgan estas líneas para honrar la memoria de un hombre generoso, afable, original en cuanto a su obra artística y con una vida marcada por la tragedia.
Me contaba Armando que el gusto por la fiesta brava le venía de abolengo, de la más pura tradición de los matadores de a pie: los carniceros. Tal era el oficio de su abuelo, Amador Gámez, torero regional que muere a consecuencia de que un toro le fracturó el cráneo. Y es en tal ambiente, el de los rastros, en donde El Saltillense se forja a la antigua: aprende a torear cebúes y animales criollos para, luego, en la Plaza de Toros Armillita, de su natal Saltillo, Coahuila, hacerse de una técnica bajo las enseñanzas del diestro oriental El Chino Jam.
También allí, Víctor Pastor le ofrece formar parte de su cuadrilla bufa, en la que el aspirante a novillero interpretaba a Regino Burrón. Con el tiempo, no obstante, Armando decidió buscarse la fortuna por sí solo. Recorre la legua, vive en ganaderías y, cierto día, otra vez en la plaza Armillita, se le arrojó de espontáneo a Alfredo Leal, que lidiaba un toro de Xajay. Así, después de dar cinco muletazos de rodillas, tanto el público como el propio Príncipe lo premian con la vuelta al ruedo. El Saltillense empezó a encontrar eco en las plazas del norte del país. Pero el 16 de agosto de 1970, en la hacienda Ojo de Agua, un burel de 16 años, hierbas de la ganadería Zotoluca, animal que ya había sido toreado en cuatro o cinco diferentes fiestas de pueblo, le vació de una cornada el ojo derecho, infausto día en el que alternaba con Roberto Cabello y José Manuel Beltrán, sobrino de la cantante Lola Beltrán, que presenciaba la novillada y a quien Armando le había brindado dicho toro.
A partir de entonces, la vida de El Saltillense sufre una voltereta: de encontrarse en el umbral de su presentación en la Plaza México, debe conformarse con torear en los novenarios de Guerrero, Jalisco y Michoacán. Sin embargo, la mala suerte le acarrea un futuro prometedor: a la par de su carrera novilleril se convierte en camarógrafo del programa de televisión Toros y Toreros, el del licenciado Julio Téllez en el canal 11 y decano de la televisión mexicana, principio de su verdadera vocación: la fotografía. El Saltillense debuta en 1979 no sólo en la Monumental capitalina al lado de Víctor Moreno y Antonio Portugal con una novillada de Atenco, sino que, un año después, toma la alternativa en su plaza, la Armillita, de manos de Jesús Solórzano y testimonio de Fermín Espinosa hijo, tarde en la que el toricantano corta cuatro orejas y un rabo.
Al triunfo viene la escasez de contratos, cosa normal en el impredecible medio taurino mexicano. Y Armando opta por dedicarse de lleno a la fotografía, a la de toros, y tanta es su sensibilidad que sus trabajos no se detienen en la captura del instante lumínico, sino que se da a la tarea de expresarse con la foto construida, reinventar la plástica del género con una técnica que él llamaba taurosoluciones, alquimia pura de la química del laboratorio que lo convertiría en uno de los grandes maestros de la fotografía taurina contemporánea.
Descanse en paz, matador.