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Misoginia, igualdad y cambio social (II)

Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todos los seres humanos nacemos iguales y tenemos iguales derechos. La realidad, como sabemos, es otra: no hay igualdad entre razas, etnias, géneros ni clases sociales. Hay, en cambio, desigualdades legalizadas que discriminan a las mujeres y otros grupos; hay también una desigualdad normalizada que separa a quienes ocupan posiciones de poder de quienes han sido situados en posiciones marginales, como los afroamericanos en Estados Unidos, los migrantes en el mundo actual y las mujeres en todas partes en mayor o menor grado, según factores socioeconómicos y culturales .

Estas desigualdades naturalizadas tienden a olvidarse porque vivimos en un mundo (occidental) donde, supuestamente, se reconocen y defienden los derechos humanos, y en sociedades en que la condición de la mujer ha mejorado gracias a las luchas feministas y a las mayores oportunidades de educación. La necesidad de impulsar mayores cambios ha favorecido, además, el reconocimiento de la lucha por la igualdad de género como un avance para la sociedad entera, lo mismo que las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos. Reconocer la importancia de estos movimientos implica recordar que la igualdad no es una graciosa concesión sino una condición ganada contra quienes tienen el poder de definirse como superiores y de excluir a los demás.

Ganar la igualdad en el discurso jurídico fue un primer paso para reducir la injusticia y la arbitrariedad, a menudo justificadas por construcciones ideológicas racistas o sexistas. Ganar espacios y libertades en las leyes, la escuela, el trabajo, la calle, la política y la economía ha ido haciendo realidad la igualdad en los hechos, a la que se aspira. Más allá de las leyes, persiste, sin embargo, un afán de dominación que favorece la exclusión y, más allá de lo políticamente correcto, la desigualdad es funcional al sistema. Lo digamos o no, aceptamos que ciertas personas vivan en la miseria o que millones de personas trabajen 12 horas al día por unos cientos de pesos a la semana, en turnos rotativos que les trastornan el sueño y la salud. A pocos escandaliza que millones de mujeres y niñas trabajen sin salario, horarios, ni prestaciones; la idea de que ese trabajo debe pagarse se descarta por descabellada, ruinosa para la economía o contraria a la naturaleza .

Como ha planteado Silvia Federici, la realidad del capitalismo y de la globalización es negativa para las mujeres. La académica italiana destaca, entre otros, cómo la asignación del trabajo de reproducción y de cuidados a las mujeres garantiza la reproducción, barata, del sistema. Cuestiona, además, que se equipare la igualdad con la entrada de las mujeres al trabajo asalariado, cuando el sistema es explotador y cuando las mujeres cargan entonces con una doble o triple jornada, como si el tener (cierta) independencia económica obligara a soportar la desigualdad en la casa (o en las calles). Federici no argumenta en contra del trabajo asalariado, que puede dar mayor autonomía a las mujeres, sino en contra de la falsa creencia de que el capitalismo las ha liberado cuando, en los hechos, ha agudizado su desigualdad.

Podríamos cuestionar asimismo el espejismo de que el acceso de las mujeres a puestos políticos (o la paridad) es por sí solo benéfico para sus causas. En el caso de Hillary Clinton, su posición favorable a los derechos de las mujeres, al acceso al aborto y por la igualdad salarial habría resultado mucho más positiva para las estadounidenses que la política antiderechos y misógina del ganador. No obstante, esto no borra su apoyo a las injustas guerras que han destruido la vida de millones de hombres y mujeres (¿desechables?) en el mundo, ni la convierte en candidata ideal de las mujeres .

A la luz del ascenso de la derecha militante en el mundo, no queda sino volver a defender derechos ya ganados y hasta derechos humanos básicos atacados aquí y allá por grupos conservadores. Al mismo tiempo, es preciso repensar qué igualdad queremos, cómo acabar con las desigualdades invisibles y evitar que el mundo sea aun más injusto y más violento.

lucia.melgar@gmail.com

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