Buscar
Arte e Ideas

Lectura 5:00 min

Paz en el infinito

Octavio Paz llegó a este mundo el 31 de marzo de 1914, un año turbulento salpicado por la traición, cuando todavía estaba fresca la sangre de Francisco I. Madero en las paredes de Lecumberri y la Revolución alistaba nuevas armas y caudillos.

Foto: Especial

Foto: Especial

En algún momento de su vida dijo que había nacido en Mixcoac, en aquel entonces un pueblo antiguo fuera de la ciudad, de grandes fincas, extensos jardines y árboles añosos. Un lugar increíble para la iniciación poética donde los escritores podían componer bucólicos versos, pero también textos hablando de las voces aterradoras que se escuchaban en el Callejón del Diablo mientras sonaban las campanas del templo de San Juan. Así era Mixcoac: un territorio de escritores tan ilustres como el Pensador Mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, y de héroes de la Reforma como Valentín Gómez Farías. Sin embargo, según pruebas documentales halladas tras la celebración del Centenario del poeta, resultó que no había sido su lugar de origen.

En realidad, lector querido, Octavio Paz nació en uno de los barrios más elegantes de la Ciudad de México en aquel entonces: en la Colonia Juárez, calle de Venecia, pero se corrigió a sí mismo cuando confesó en una entrevista: “Yo no nací en Mixcoac, dijo, pero allá viví durante toda mi niñez y buena parte de mi juventud. Apenas tenía unos meses de edad cuando los azares de la Revolución nos obligaron a dejar la Ciudad de México; mi padre se unió en el sur al movimiento de Zapata mientras mi madre se refugió en la vieja casa de mi abuelo paterno, Ireneo Paz, patriarca de la familia.”

Aquel abuelo amaba los libros y tenía una biblioteca de cierta importancia. Cuenta la leyenda que fue él quien inculcó en el niño Octavio el asombro y la costumbre de la lectura. Primero con libros de autores mexicanos y después, hallando otras cosas: Una de las más fantásticas para él la detalla en un pequeño texto: “Entre los objetos que me causaban admiración en la biblioteca de mi abuelo –escribe Octavio Paz–, se encontraban unos atriles giratorios que sostenían una infinidad de tarjetas con los retratos de los escritores admirados por él. Predominaban los franceses, aunque había de otras naciones y lenguas: Hugo, Balzac, Zola, Byron, Tolstoi y no recuerdo cuántos más. Había un nicho especial para los españoles, de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán a don Emilio Castelar, patriarca de los liberales mexicanos. Otro nicho estaba dedicado a los héroes republicanos, como Lincoln, Gambetta y Garibaldi, y a los prohombres revolucionarios: Mirabeau, Desmoulins, Danton y otros. No podían faltar –claro– ni Oliverio Cromwell ni Bonaparte. Entre todas estas notabilidades de fuera aparecían con naturalidad muchos mexicanos y algunos hispanoamericanos como Sarmiento, Bello, Zorrilla de San Martín y Jorge Isaacs. La colección de tarjetas recordaba a los retratos de familia. En cierto modo era verdad: en mi casa los veíamos como parientes lejanos y figuras tutelares.”

También cuenta la leyenda que con su padre, Octavio Paz tuvo una relación complicada. El hecho de haber militado en el bando de los zapatistas puso a la familia en una situación económica difícil y cubrió de ausencia y dolor al joven poeta. Después de un breve exilio regresó a México, cuando parecían aquietarse las pasiones revolucionarias del país. Pero las balas que habían segado la vida de Emiliano Zapata en Chinameca segaron también lo más luminoso de su alma. La brillante trayectoria de Octavio Paz Solórzano, el padre de nuestro premio Nobel de Literatura, quien había sido abogado y negociador de la causa zapatista y la derrota de su bando político y el estigma del fracaso lo llevaron a refugiarse en el alcohol. Su vida se llenó de vino, delirios y extravíos, una situación más horrible que la misma ausencia. Dos textos de Paz hablan de ello (En uno escribe: “Atado al potro del alcohol/ entre el vómito y la sed/ ibas y venías entre llamas/ yo nunca pude hablar contigo/ te recuerdo ahora en sueños/ esa borrosa patria de los muertos”) Y en el otro, más pequeño y amable, menciona que cuando su padre hablaba de Villa y de Zapata el mantel olía a pólvora.

En 1930, el abuelo de Octavio Paz había muerto y un nuevo fervor de versos y filosofía lo habitaba todo el tiempo. Estaba a punto de entrar a la Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso. La ciudad había cambiado y los caudillos de pistola habían desaparecido. El joven poeta recorría la ciudad y viajaba en los tranvías enormes y amarillos, que tardaban cincuenta minutos de Mixcoac al Zócalo. Su pasión social terminó por convertirse en literatura y en aquellos largos trayectos se dio cuenta de que ya miraba todo con otros ojos y, para manifestar sus pensamientos, su mejor herramienta sería la palabra. “Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución –dijo Paz respecto a aquellos años–, las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión.” Y así, cambiando de plumaje, decidió volar con las de su pluma hasta el infinito.

Y si era posible, todavía más allá.

Temas relacionados

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí
tracking reference image

Noticias Recomendadas

Suscríbete