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Dejando descansar la economía de Chicago

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Desde los avances en la economía conductual hasta la creciente evidencia en el mundo real, hay buenas razones para pensar que la ortodoxia económica de los últimos 50 años tiene ahora un pie en la tumba. La pregunta es si la profesión económica dominante ha recibido el memorando

CAMBRIDGE – Septiembre de 2023 marca dos hitos importantes en la historia de la economía: el 50° aniversario del acontecimiento que condujo al surgimiento de la “Escuela de Economía de Chicago” y el 15° aniversario del que precipitó su caída.

Hace medio siglo, los “Chicago Boys” se embarcaron en un experimento en el Chile posterior al golpe de Augusto Pinochet que se convertiría en el marco de política económica dominante de nuestro tiempo, introduciendo una serie de medidas radicales inspiradas en las ideas de Milton Friedman y el resto de la Escuela de Chicago.

Estas ideas –nacidas de una fe absoluta en los mercados y una sospecha igualmente absoluta hacia el gobierno– dominaron la disciplina económica y, lo que es más importante, la formulación de políticas económicas durante los siguientes 35 años. No fue hasta el colapso de Lehman Brothers, en septiembre del 2008, seguido pronto por la crisis financiera mundial, que terminó el ascenso de la Escuela de Chicago.

La pregunta ahora, 15 años después, es si esta ortodoxia económica de larga data está gravemente herida o si sus defensores simplemente están lamiéndose las heridas y esperando el momento oportuno. La respuesta dependerá de si hemos desarrollado una comprensión adecuada de los factores que llevaron a la crisis del 2008 y de los desafíos que han afectado a muchas economías desde entonces.

Para Friedman, ninguna otra patología económica era más preocupante que la inflación, que consideraba una especie de fiebre macroeconómica. La cura, que recuerda a la sabiduría médica tradicional, era que había que pasar hambre o sangrar, en este caso reduciendo la oferta de dinero y dejando que la economía sudara la enfermedad. Por el contrario, su archienemigo, John Maynard Keynes, estaba más preocupado por los factores que causaban que una economía se desempeñara por debajo de su potencial. Estos casos se parecían más al proverbial resfriado, en el que el paciente necesita ser alimentado y servido en abundancia, en este caso a través del gasto público.

Tras la estanflación de los años setenta, que supuso una crisis para el keynesianismo, la prescripción de Friedman de disciplinar el gasto público y liberar los mercados mediante la desregulación y la liberalización del comercio se aplicó ampliamente. Se implementó no sólo en Chile sino también en los Estados Unidos bajo el presidente Ronald Reagan y el Reino Unido bajo la primera ministra Margaret Thatcher en los años 1980.

Además, las mismas políticas también se introdujeron (algunos dirían que se impusieron) a nivel mundial a través del Consenso de Washington: un paquete de medidas de libre mercado impuestas a los países en desarrollo cuando solicitaron asistencia del Fondo Monetario Internacional; sobre la Rusia posterior a la Guerra Fría (mediante la “terapia de choque”); y en el Reino Unido y los países del sur de Europa durante los años de austeridad posteriores al 2008. En cada caso, el tratamiento favorito de Friedman (dejar que la economía sudara su fiebre, en lugar de suprimirla con ayuda gubernamental) fue administrado meticulosamente.

Pero ¿qué pasa si muchos de los mayores problemas que enfrenta la economía global han sido mal diagnosticados? ¿Qué pasa si, como sostiene la economía conductual, son más psicológicos que materiales?

Mientras que la explicación de Friedman sobre los mercados en autoequilibrio involucraba agentes económicos cuyas características eran en gran medida implícitas, el modelo de expectativas racionales de su colega de la Escuela de Chicago, Robert Lucas, imputaba características cognitivas concretas a esos agentes. Y es el enfoque de Lucas el que ha dominado el pensamiento económico desde los años setenta. El modelo de Lucas hace explícita la idea de que todos procesamos constantemente grandes volúmenes de información para maximizar nuestro propio bienestar en cualquier contexto económico determinado.

Sin embargo, la economía del comportamiento –que incorpora conocimientos más recientes de la psicología, en particular el trabajo de Daniel Kahneman y Amos Tversky sobre los atajos mentales, las heurísticas y los sesgos que dan forma a nuestro pensamiento– ha demostrado que el “actor racional” es una quimera. De manera similar, los estudios de Cass Sunstein y Richard Thaler han establecido que las personas no exhiben racionalidad en algún sentido abstracto. Más bien, tomamos decisiones basadas en una “racionalidad limitada” (información limitada), una “fuerza de voluntad limitada” (saber mejor, pero hacer algo de todos modos) y, como he señalado, un interés propio limitado (mostrar preocupación por algo más que el propio bienestar material).

Las prescripciones políticas más limitadas de los economistas conductuales han sido aceptadas a regañadientes en la teoría microeconómica, y ahora todos reconocen que las acciones de los individuos y las empresas se desvían rutinariamente de la racionalidad económica. Sin embargo, como he argumentado anteriormente, la macroeconomía se ha mantenido inmune a las ideas conductuales, descartando los hallazgos del campo como extravagantes digresiones de la racionalidad que, en última instancia, se compensarán entre sí y desaparecerán. Por lo tanto, los modelos de larga data que suponen un comportamiento racional de maximización del bienestar siguen plenamente arraigados.

Sin embargo, con el auge de la política populista, las desviaciones de la racionalidad estricta en la formulación de políticas son cada vez más frecuentes y dramáticas. Como resultado, cada vez hay más pruebas empíricas de todo el mundo que subrayan el hecho de que es más probable que los agentes económicos se parezcan más al excitable “Joe el fontanero” trumpiano que a la proverbial “ama de casa suaba” de la excanciller alemana Angela Merkel, la frugal e hiperracional chica del cartel de la austeridad.

¿Dónde deja esto la ortodoxia económica de los últimos 50 años? El pronóstico no es bueno. Con un pie ya en la tumba, los exponentes restantes de la Escuela de Chicago harían bien en tener en cuenta su sangrienta historia de origen chileno. Si los supuestos centrales del neoliberalismo no guardan ningún parecido con los resultados del mundo real, los economistas se deben a sí mismos –y sobre todo al público– reconocer su verdadera naturaleza.

La autora

Profesora asociada de Estudios Jurídicos Empíricos en la Universidad de Cambridge, es profesora visitante en la Universidad de Harvard e investigadora principal de una beca del Consejo Europeo de Investigación sobre derecho y cognición.

Copyright: Project Syndicate 1995–2023

www.projectsyndicate.org

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