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El mercado como culto o religión (I)
Siguiendo el estupendo libro Historia mínima del neoliberalismo de Fernando Escalante González (Turner-Colmex 2016), y a raíz de ciertos escándalos de una institución americana denominada Nexium, que ha tenido mucho apoyo y ha dado lugar a horroridades peores que las novelas de Stephen King, para algunos neoliberales el mercado no sólo es justo, sino que llega hasta el paroxismo en la obra de Ayn Rand. Ni es original ni tiene verdadero peso, aunque México quizá sea la excepción, por las importantes mentes que inexplicablemente ha logrado seducir.
De hecho, no habría motivo para mencionar su nombre junto a los de Hayek, Coase o Leoni, pero su popularidad en las últimas décadas del siglo XX y el nuevo siglo es un fenómeno que vale la pena no sólo mirar, sino denunciar.
Ayn Rand fue un personaje pintoresco de los años 40 y 50, autora de una docena de novelas, entre ellas dos muy populares: El manantial (1943) y La rebelión de Atlas (1953). Puso juntas unas cuantas ideas, una “filosofía”, a la que llamó “objetivismo”, que en lo sustantivo es una racionalización de la propaganda empresarial contraria al New Deal, en Estados Unidos, y reunió a su alrededor a un conjunto de adeptos en lo que se podría llamar con propiedad, de acuerdo con Escalante, una secta —con su credo, sus herejes y sus expulsiones—. Como sucede normalmente en las sectas, el dogma central era la infalibilidad de Ayn Rand.
El objetivismo no es un sistema filosófico, sino una colección de afirmaciones dogmáticas, de una ingenuidad que a veces resulta sorprendente. Su fundamento se puede exponer en tres fases: el mundo existe objetivamente, sólo la ciencia permite conocerlo, la vida es el fundamento de todo valor. A partir de ahí, Rand elabora una explicación de todo: la sexualidad, la psicología, la estética, lo que sea. Lo más famoso, lo que ha tenido mayor popularidad, es su idea de la moral tal como aparece explicada en sus novelas, y en algunos ensayos. Para decirlo en una frase, lo que hace Ayn Rand es defender el egoísmo como valor absoluto, incondicional, y parejamente condenar el altruismo como causa de todos los males; en la práctica, el egoísmo es el motor del mercado, y el altruismo aparece en las regulaciones, en la burocracia, en los intentos de redistribución de la riqueza. El suyo es un mundo simple, de blanco y negro, que cuesta trabajo tomarse en serio (pero en eso estriba parte de su atractivo para los fieles: el credo es una pura fantasía).
La idea moral de Rand debe algo a Nietzsche, aunque sea caricaturizado. Para el altruismo, dice, la muerte es el propósito último, el estándar del valor, y por eso sus virtudes son la resignación, la renuncia, la abnegación, el desprendimiento, la negación hasta la autodestrucción. Ella llama a la rebelión. Y contra los valores (públicamente) establecidos ella proclama otra moral: subversiva, radical.
La formación filosófica de Rand era sumamente precaria, y acaso a eso se debe, al menos en parte, el adanismo característico de su escritura. Estaba extrañamente convencida de que los filósofos modernos niegan la existencia de este mundo real; y en eso basaba su rechazo a todos ellos.
En sus ideas no hay nada nuevo, nada que no estuviere ya en los filósofos materialistas del siglo XVIII, o el utilitarismo del siglo XIX. Su contribución a la historia de la filosofía, según la expresión de Anthony Flew, es absolutamente nula. Eso es lo que explica posiblemente su encanto para lectores de escasa cultura: es una filosofía para cualquiera, que exalta el sentido común y se burla de la erudición y de los modos académicos. Es ramplona, caricaturesca, dogmática, maniquea, expuesta con una furia obsesiva, de acentos proféticos.
*Máster y Doctor en Derecho de la competencia, profesor investigador de la UAEM y socio del área de competencia, protección de datos y consumidores del despacho Jalife& Caballero.