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Opinión

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El pastelazo a Mona Lisa

Foto EE: Cortesía Twitter

Foto EE: Cortesía Twitter

Estamos ante un hecho, porque no podemos decir que se trató de un acto cultural, que puede ser visto bajo lo señalado por Umberto Eco en La estrategia de la ilusión. Para que la réplica sea deseada, dice, el original debe ser idolatrado. Aquí se han dado ambas cosas. Primero, en la manera en que el aprendiz de ambientalista eligió y reconoció en este original un valor simbólico altamente relevante para amplificar su mensaje. En segundo lugar, la reacción de los mirones digitales cuya pulsión escópica los llevó a la categoría de phonosapiens. Sonrientes y apresurados por el pivote emocional de la ocurrencia, se dispusieron a captar la imagen de La Mona Lisa empastelada para distribuirla, ahora ya, en su condición de réplica deseada, rindiendo así honores a la mutación del arte y la cultura en su distribución electrónica.

Pero dejemos este análisis a los críticos de arte y a los amantes y detractores de la institución museística. Vayamos a lo relevante del caso, no en el terreno simbólico sino jurídico. Es lamentable que el individuo haya simulado una discapacidad para que el museo activara su protocolo para personas con movilidad reducida; este protocolo le permitió estar ante la obra en una posición más cercana. Es decir, aprovechó una extensión del derecho de acceso universal a la cultura, para lanzar, además del pastel, un mensaje medioambiental: “Piensa en la Tierra (…). Hay gente que está destruyendo la Tierra, piénsalo. Todos los artistas, piensen en la Tierra. Es por eso que hice esto. Piensa en el planeta”.

Es decir, quiso concienciar sobre un derecho ambiental pasando por encima del ejercicio de un derecho cultural, cuando ambos son universales, indivisibles, interdependientes y progresivos.

La legislación francesa establece para estos casos un tipo de delito denominado intento de degradación de bienes culturales. Cabe señalar que el individuo no llevó a cabo su ocurrencia en calidad de artista, como parte de algún happening, performance o discurso, sino como una suerte de groupie de Greenpeace. Por las autoridades francesas sabemos que se encuentra en una unidad psiquiátrica. No sé si esta feliz ocurrencia deba terminar en un departamento psiquiátrico, antes bien creo que de la misma manera que existe un marco que garantiza el desarrollo de la libertad de expresión creativa, debe existir un mínimo de civilidad que garantice el derecho de disentir sin consecuencias.

Por cierto, Francia cuenta con una ley sobre libertad artística que proclama la creación artística como libre y establece las expresiones artísticas como bienes públicos, fiel a su tradición histórica. Recientemente ha modificado su Código Penal para establecer la obstrucción de manera concertada y mediante amenazas del ejercicio de la libertad de creación artística o la libertad de difusión de la creación artística, se castigará con pena de un año de prisión y multa de 15,000 euros. Esta reforma garantiza la libertad de expresión artística en beneficio del pensamiento crítico, el debate, la reflexión, el desarrollo de una necesaria dialéctica social y de las democracias participativas. Lo mínimo que podríamos esperar en contraparte es un poco de civilidad en los espacios culturales para hacer efectivo lo anteriormente señalado.

Parece mentira que haya que decirlo, pero la libertad de expresión creativa es una libertad compartida con los asistentes y consumidores culturales a un recinto cultural. El mundo del arte necesita defensores del derecho a la cultura y del ejercicio de los derechos culturales, no generadores de pivotes emocionales que buscan alimentar la economía de la atención. 

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