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Sin él, sin sus libros ni sus gatos
Aniversario luctuoso de Carlos Monsiváis
En vida, le dijeron de todo. Quizá por pura envidia. O para compensar sus millones de palabras, miles de artículos, cientos de temas favoritos, incontables datos, fichas bibliográficas, historias frívolas, hechos importantes, fechas precisas y su siempre puntual presentación de los asuntos más profundos. “Mr Memory” dicen que fue el nombre que le inventó Sergio Pitol. “Memoria de elefante”, le decían muchos, antes de agregar que no había cosa que le diera más temor que perder la memoria y desconectarse del todo. Le llamaron también “El prologuista de México”, en un desesperado intento de apagar la ardida burla de encontrarlo, ya no sólo en todas las publicaciones periódicas y no periódicas, sino también al principio de cada libro interesante de las mesas de novedades. También fue “el padre de la crónica mexicana”, un título meritorio que le ganó uno de sus últimos premios de periodismo. Pero a la vez le colgaron adjetivos como “ubicuo” o frases como “uno de los autores más presentes de la literatura mexicana del siglo XX”. Se llamaba Carlos Monsiváis.
Nacido en mayo de 1938, pero fallecido el 19 de junio del simbólico, bicentenario y muy agobiador año 2010, Carlos Monsiváis recorrió el periplo mexicano en cada una de sus vueltas y se reflejó en cada uno de sus prismas. El calendario era su océano, el almanaque su barco y el tiempo –como suele suceder— su compañero y más terrible amenaza. Creador de muchas y muy buenas frases, sentencias y párrafos (“Bienaventurado el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la cimitarra de la economía, que veda el acceso al dudoso paraíso de libros y revistas, que en estos años de ira, de monstruos que ascienden desde la mar, de blasfemias que descienden para cercenar el tartamudeo, y de dragones a quienes seres caritativos filman y graban el día entero para que nadie se llame a pánico”); un día, describiéndose a sí mismo dijo: “Tiré mi corazón al azar y me lo ganó la lectura”. Y se olvidó hablar de su escritura. De una obra vasta. De tantos libros.
Recordarlo justo hoy, un día después de su deceso hace doce años, en lunes, seguro le hubiera encantado. Porque este texto en su memoria, lector querido, hace más fácil acostumbrarse a su ausencia y ya no le pide ser el centinela ideológico de todos a los que se les perdía la brújula, el cronista feroz que sí nos decía con verdad cómo habían sucedido las cosas o el crítico adecuado de la estulticia reinante (que ya sabemos cada vez abunda más y soportamos todos los días). Nada más representa la inútil esperanza de recuperar a Monsiváis sin Monsiváis. O estar buscándolo en los sitios donde estaba, desde el maullido de los gatos —propios o ajenos— hasta en la relectura de sus muchos libros.
Inútil tratar de imitarlo, porque Carlos Monsiváis escribió acerca de todo: manifestaciones, boleros, danzones, Pedro Infante y Agustín Lara, el tianguis del Chopo, los cuentos mexicanos, Salvador Novo y Guillermo Prieto, celebridades con fuero, políticos de voz sin voto, cantantes de sabiduría innata, el cine, la literatura, las tortas de tamal de su colonia Portales, los universitarios, los futbolistas, fotógrafos y pintores, periodistas, moneros y velorios. Sin embargo, su ideología política, su perspectiva crítica, su desacato al autoritarismo y al orden establecido estuvieron siempre presentes en su obra. Y fueron muy difíciles de tratar para sus detractores.
Siempre preocupado por el acto de leer, respondió a los cuestionamientos sobre la desaparición de los lectores y los libros ante el avance de la tecnología: Al respecto escribió: “El lector se considera cada vez más representante de los lectores, debido al proceso que, a todos, en algún nivel, nos vuelve emblemáticos de lo global. Falta poco para escuchar en las reuniones: «¡Qué global te viste!» o «De veras, no tenía idea de que fueras tan local».
Amante de los gatos y los libros –no sabemos en qué orden— Monsiváis compartía su casa regularmente con una docena de felinos –se iban algunos y llegaban otros– y cada uno tenía mejor nombre que el anterior (Miss Oginia, Miss Antropía, Fetiche de Peluche, Catzinger, Peligro, Caso Omiso y Miau Tse-tung). El más viejo de todos era Mito Genial y al último que llegó le puso Catástrofe). Su biblioteca, con cerca de 24 mil libros, otras tantas revistas, documentos, fotografías y libros de historietas fue una colección insuperable, la representación de su vocación y sus pasiones de siempre. En una entrevista realizada un año antes de morir, dijo toda la verdad: “Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos también. Los libros no maúllan, ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir”. Y entonces remató: “Preferiría entonces vivir sin mí”.
Sus cenizas, hoy en la Biblioteca de su Museo El Estanquillo, fueron depositadas en La Gatera, una urna a modo de felino, que le hizo Francisco Toledo. Descansa muy en paz, es indudable. Y si estuviera aquí, seguramente hoy, seguiría celebrando su cumpleaños. Por mi madre, bohemios.