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La retórica del populismo

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OpiniónEl Economista

Corría el año 2019 cuando el gobierno de Evo Morales, en Bolivia, enfrentó masivas protestas tras unas elecciones plagadas de irregularidades. Mientras miles de ciudadanos tomaban las calles exigiendo transparencia, Morales y su círculo cercano no tardaron en desplegar la narrativa de siempre: lo que ocurría no era un legítimo reclamo democrático, sino un “golpe de Estado” orquestado por las élites y el imperialismo. Así, en un solo movimiento, el gobierno logró minimizar la protesta, deslegitimar a los manifestantes y colocarse como víctima.

Este patrón no es nuevo ni exclusivo de Bolivia. El populismo en América Latina ha perfeccionado un mecanismo discursivo que le permite minimizar cualquier evento adverso, ya sea un escándalo de corrupción, una crisis económica o incluso una tragedia humana. La clave está en transformar el problema en un ataque personal, evadiendo la realidad con mentiras disfrazadas de indignación moral.

Cuando la realidad se vuelve incómoda, la reacción del populismo suele seguir una estructura predecible. Al inicio, el gobierno asegura que el problema no existe o que es una exageración de los medios “conservadores”. Si la evidencia se vuelve innegable, se minimiza el evento comparándolo con situaciones del pasado. “Antes era peor”, dicen, como si eso eximiera la responsabilidad actual. Cuando esto no basta, el ataque se personaliza. No importa la validez del reclamo, lo relevante es desacreditar al mensajero. Si se trata de periodistas, son “vendidos”; si es la sociedad civil, es “manipulada por la derecha”; si son ciudadanos comunes, son “aspiracionistas” que no entienden el proyecto. Y, cuando todo falla, el líder populista se presenta como el agraviado de una gran conspiración, en la que los poderosos buscan derrocarlo por atreverse a desafiar el statu quo.

Este guion ha sido aplicado una y otra vez en la región, con variantes según el contexto, pero con la misma esencia: evitar la responsabilidad a toda costa.

El México actual no ha sido la excepción. El hallazgo de evidencia de violencia masiva en Teuchitlán, Jalisco, ha expuesto la brutalidad de la crisis de violencia que vive el país. Sin embargo, la reacción del gobierno federal ha sido la de siempre: minimizar el hecho, culpar a otros y restar importancia a lo que, en cualquier otro contexto, sería un escándalo nacional. Siempre es culpa de las campañas oscuras en redes sociales y “la derecha”.

Las declaraciones oficiales han oscilado entre el intento de desestimar el hallazgo y la fría normalización de lo que antes indignaba. Paradójicamente, quienes hoy justifican lo injustificable son los mismos que, cuando eran oposición, denunciaban con furia cualquier acto de violencia. En aquel entonces, cada evento trágico era una prueba del fracaso del gobierno en turno. Hoy, la estrategia ha cambiado: el silencio y la omisión han reemplazado la denuncia.

El mensaje es claro: no es la gravedad del evento lo que importa, sino quién está en el poder. Lo que antes era “genocidio neoliberal” hoy es “un reto heredado”. La indignación selectiva no es nueva, pero la manera en que se ha institucionalizado es alarmante.

El populismo no fracasa en convencer porque sus seguidores ignoren la realidad, sino porque les ofrece un relato que justifica su decepción. La narrativa del enemigo externo, de la conspiración de las élites y de la persecución política es un refugio cómodo ante la falta de resultados.

El caso de Teuchitlán es solo un ejemplo más de cómo los gobiernos populistas en América Latina han aprendido a transformar la tragedia en anécdota y la crisis en normalidad. No es casualidad que los mismos que ayer exigían justicia hoy exijan silencio.

La pregunta es: ¿hasta cuándo la sociedad tolerará esta hipocresía?

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