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El presidente en su burbuja
“Quienes marcharon lo hicieron a favor de los privilegios que ellos tenían antes del gobierno que represento. Lo hicieron a favor de la corrupción, lo hicieron a favor del racismo, del clasismo, de la discriminación”. Con estas palabras, el presidente López Obrador descalificó a los cientos de miles de ciudadanos que salieron a las calles el domingo 13 de noviembre en defensa del INE.
Pero nadie debe llamarse a sorpresa por declaraciones del político tabasqueño. Su reacción fue la esperada. Cuando el mensaje no le gusta, su impulso primario consiste en culpar al mensajero, cuya credibilidad busca destruir con saña y rencor. Despliega así un mecanismo sicológico de defensa contra una realidad que se revela a sus designios.
Un amplio segmento de la opinión pública ve su iniciativa de reforma electoral con gran preocupación. No podría ser para menos. El presidente pretende rehacer instituciones que han servido razonablemente bien a México. Con ella se logró establecer una competencia electoral auténtica, la alternancia de partidos en el gobierno y la transmisión pacífica del poder.
López Obrador busca sustituirlas por algo nuevo, no probado. Pero su iniciativa no parte de un diagnóstico razonable y objetivo, sino de una versión tergiversada del pasado, construida a conveniencia. López Obrador sigue convencido que nunca ha perdido una elección. Sus derrotas las atribuye al fraude electoral.
A pesar de la falta de pruebas, su versión le sirvió para mantenerse a la cabeza de una coalición de partidos de oposición. Evitó así una renovación de dirigencia, algo natural en condiciones democráticas. Mantuvo el control conteniendo el surgimiento de liderazgos alternativos, como el de Marcelo Ebrard en 2012. Cuando perdió el control de la coalición, fundó su propio partido, con el que llegó al poder tras el tercer intento.
Un rasgo característico de su gestión como presidente de la República ha sido su falta de apertura. Convirtió al Palacio Nacional no sólo en su residencia, sino en un búnker que lo protege contra ideas e información discordantes. El presidente López Obrador lee la prensa y sigue las encuestas, pero no escucha a nadie, salvo su propia voz y la de su séquito de aduladores e incondicionales.
La tendencia a convertir a su círculo cercano en una cámara de resonancia se acentuó con la llegada al poder y con el paso del tiempo. Los pocos que podían hablarle con la verdad se han ido o se han alejado. López Obrador habita una burbuja cada vez más pequeña. Desde ahí seguirá gobernando al país hasta el final de su sexenio. Su desconexión con la realidad parece no tener remedio; avanza inexorablemente.
Vienen tiempos difíciles para México. Los síntomas del aislamiento presidencial se irán agravando. La capacidad de corregir, que ha sido escasa, se perderá por completo. El presidente culpará a los adversarios de sus errores y fracasos. Verá grandes conspiraciones en su contra por todos lados. Su hambre de gloria lo llevará a decisiones irreflexivas, que pueden causar graves daños al país.
Hay un peligro mayor que de costumbre porque López Obrador sigue siendo un presidente muy poderoso. Dentro de Morena y sus aliados no hay contrapesos. Las figuras importantes de su partido le profesan una lealtad ciega. Sus ambiciones los llevan a comer de la mano del presidente, con sumisión interesada. La única voz discordante en Morena, la de Ricardo Monreal, se expresa con inseguridad.
La marcha en defensa del INE, que fue un gran éxito, difícilmente alterará la fuerza inercial que consume al oficialismo. Sin embargo, puede tener un logro más modesto, pero de gran trascendencia. Si energiza y une a la oposición, reforzaría el único dique con la capacidad de contener la ola destructiva del final del sexenio.
*Profesor del CIDE.
Twitter: @BenitoNacif