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Opinión

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Honrar a los muertos, honrar a los vivos

En estos días de guardar, recordamos a nuestros muertos, parientes y amistades, a quienes dedicamos  un altar florido, una visita al cementerio o un diálogo silencioso. Este año recordamos también a quienes perdieron la vida por el flagelo del Covid-19, el aumento de enfermedades cardiacas y respiratorias en 2020 y 2021, o por la violencia extrema y criminal que sigue su curso devastador.

Honrar a los muertos y muertas no es reírse de la muerte aunque ésta baile en la imaginería popular y en los altares brillen papel picado, comida, flores y llamas de las veladoras. Honrar a quienes vendrán, siguiendo la luz de las velas y los pétalos de cempasúchil, es a la vez fiesta y recogimiento, duelo. Festejo de sus vidas, reconocimiento de la huella que dejaron en las nuestras,  pesar por quienes se fueron demasiado pronto o cuyas vidas este México brutal cortó con crueldad. En distintas regiones, culturas y familias del país, las tradiciones persisten, se resignifican o transforman según variados ritos y creencias; se actualizan en nuevas generaciones que les dan sentido y las hacen propias.

Si bien, a diferencia de otros países, en México las representaciones de la muerte, en calaveras de azúcar, tilicas calacas y elegantes catrinas, forman parte del imaginario y de nuestro cotidiano, el “reírse de la muerte” que se atribuye al “mexicano” no implica una banalización de ésta.  Se equivocan quienes ven en la celebración popular solo una “fiesta” y desde 2015 la han transformado en espectáculo de masas,  en atractivo turístico, en folklor que difumina el sentido profundo de la tradición.

Exaltar la “resiliencia” mexicana ante la muerte, repetir los cantados “desafíos” a la dama de la guadaña es tal vez una estrategia de resistencia ante el horror de la muerte, o un gesto de humor negro para sacudirse al espectro. La preservación de la cultura y la memoria familiar, el recogimiento o la celebración colorida de estos días tienen un significado personal, familiar o comunitario particular que ha de respetarse.

En contraste, ignorar, minimizar o reírse de la muerte de otros y otras en masacres, feminicidios y pandemias es una falta de respeto a vivos y muertos que denota desconexión con la dolorosa realidad que ocultan las catrinas gigantes y las calaveras decoradas.  Ésa es la lamentable actitud que han asumido los gobiernos federal y local ante la enorme pérdida de vidas humanas derivada del Covid-19 y de la incesante ola letal que azota a nuestra sociedad.

Quien esperara que, como otros, el gobierno mexicano honraría a las personas fallecidas en dos años de pandemia, al personal de salud que, en condiciones muchas veces precarias, dio su vida para salvar otras, o que reconocería al menos el dolor de sus familias, se ha topado con una indiferencia rayana en el cinismo. ¿A quién le importan, parecen pensar las autoridades, más de medio millón de muertes en exceso, por Covid-19 y por la falta de atención a otras enfermedades so pretexto de la pandemia? ¿A quién le importan 4,000 muertes entre el personal de salud? ¿O las más de 35,000 personas asesinadas en 2021? ¿O que perecieran a manos criminales 520 personas la semana pasada? A la negligencia evidente durante el confinamiento, al ascenso continuo de muertes violentas, ha seguido la misma estrategia de restar importancia a lo urgente, mantener un discurso engañoso, proteger a funcionarios irresponsables y prometer mejoras que nunca llegarán.

De nada servirían ya minutos de silencio o palabras de consuelo. Si no supieron honrar a nuestras y nuestros muertos, los gobernantes deben al menos honrar a quienes, en vida, necesitan servicios de salud dignos, empleos bien pagados, hospitales sin carencias de insumos y equipo, medicamentos asequibles; seguridad ciudadana en las calles, justicia.

Ante la brutalidad de la muerte en México, la espectacularización de las catrinas es siniestra mascarada.    

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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