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Opinión

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Militarizó, polarizó y huyó: ¿lo pescarán?

El ejercicio de polarizar un país desde la presidencia no es delito; diversos presidentes y primeros ministros a lo largo del planeta van reproduciendo una especie de virus que consiste en criticar a la mitad de la población y, como tal, habría que remover las viejas leyes para convertirlo en delito, porque su comportamiento resulta ser una especie de traición de Estado.

Jair Bolsonaro huyó de Brasil hacia Estados Unidos bajo rasgos de cobardía y minúsculo profesionalismo político. Ni siquiera tuvo el comportamiento mínimo necesario para ceder la banda presidencial a Lula el domingo 1 de enero.

El entorno de la posverdad no permite la existencia de derrotados: todos los candidatos ganan, y cuando no, apelan a un supuesto fraude.

“Bolsonaro ha logrado dividir a las fuerzas armadas; gran parte no se siente en absoluto a gusto con Lula en la presidencia”, comenta Antonio Ramalho, experto en asuntos militares de la Universidad de Brasilia en un reportaje publicado ayer de La Vanguardia, escrito por Andy Robinson.

El asalto protagonizado por seguidores de Bolsonaro a diversas instituciones democráticas del Estado brasileño, ocurrido el 8 de enero, dejó diversas huellas políticas que ya está investigando la policía.

Una de ellas se ubica en la facilidad del asalto a las instalaciones; no hubo necesidad de romper puertas o ventanas para ingresar. Los viajes a Estados Unidos de Bolsonaro y de su entonces ministro de Justicia, Anderson Torres (desconoció la victoria de Lula), producen incógnitas sobre la planeación del golpe.

Lula no llamó al ejército después del asalto porque cree que existen vínculos de militares con los golpistas. “Muchos militares nunca han comprendido la idea de autonomía”, comentó Lula a periodistas extranjeros el pasado jueves.

La ausencia de la policía y de la seguridad del Estado Mayor presidencial obliga a recordar lo ocurrido en 2017. En ese año Michel Temer, presidente, ordenó el despliegue del ejército para controlar las manifestaciones de la izquierda contra los que se consideraba un golpe de Estado parlamentario contra Dilma Rousseff. Lula mencionó a los periodistas que no quiso que “algún general asumiera el gobierno (...) durante el asalto”.

Algo más dijo sobre el tema: “Las fuerzas armadas no son un poder moderador como creen que son; su papel constitucional es defender al pueblo brasileño de enemigos externos”.

Andy Robinson busca pistas sobre vínculos del ejército con golpistas afines a Bolsonaro.

Visitó el club militar de Río de Janeiro. “Lectura obligada en el club esta semana es una carta titulada Nuestra guerra fría, enviada a los 18,000 socios por el general Marco Aurélio Vieira, exintegrante del gobierno de Bolsonaro”, escribe Robinson.

Vieira denuncia un plan para “establecer el comunismo” en Brasil y critica al Tribunal Supremo por haber ratificado unas elecciones “fraudulentas”.

La carta fue distribuida dos días antes del asalto.

Robinson cita un estudio de la Universidad Federal de Río: “los altos mandos militares viven en una burbuja de ultraderecha”. Casi la mitad de los 500,000 policías militares en Brasil participan en redes bolsonaristas, según un estudio del Foro Brasileño de Seguridad Pública.

Bolsonaro militarizó el país y polarizó a la sociedad. Su legado de odio debilitó a las instituciones democráticas, como ocurre en todos los casos de presidentes populistas. Así ocurrió en Estados Unidos con Donald Trump.

Mentir no es un delito presidencial. Tampoco lo es cuando incuban el odio a través de la polarización.

Activan bombas y se van.

@faustopretelin

Fue profesor investigador en el departamento de Estudios Internacionales del ITAM, publicó el libro Referéndum Twitter y fue editor y colaborador en diversos periódicos como 24 Horas, El Universal, Milenio. Ha publicado en revistas como Foreign Affairs, Le Monde Diplomatique, Life&Style, Chilango y Revuelta. Actualmente es editor y columnista en El Economista.

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