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Arte e Ideas

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Estrellas cierran la primera jornada del Festival de Jazz de Polanco

Lucía Guitérrez Rebolloso, un figura en ascenso del género en México y el gran maestro cubano Gabriel Hernández se subieron al escenario para mostrar al público las posibilidades del jazz y sus fusiones.

Decimosexta edición del Festival de Jazz de Polanco. Foto EE: Hugo Salazar

No cabe duda de que la decimosexta edición del Festival de Jazz de Polanco, que este fin de semana se lleva a cabo en el Teatro Ángela Peralta, en el Parque Lincoln, de Polanco, tiene jazz para deleitar a todos los oídos, por más diversos y exigentes que estos puedan ser.

Así quedó sentado durante la primera sesión de este encuentro en una tarde de sábado con clima generoso. En la nota previa, el que escribe le contaba a usted sobre las dos primeras presentaciones del festival: Víctor Patrón y Roberto Arballo, dos eminencias, y Omar Gardunho Trío, jazz psicodélico sabroso y talentoso.

Pero demos vuelta a la página porque los actos que siguieron justifican la excelente curaduría del festival. No por nada se concreta su decimosexta edición.

“Y si vivo cien años, cien años pienso en ti”. En la voz de la veracruzana Lucía Gutiérrez Rebolloso, reciente ganadora de la Sarah Vaughan International Jazz Vocal Competition, en Estados Unidos, para dar una referencia del autoconocimiento de voz que ha desarrollado, se infiere, de manera empírica y luego académica.

Con un grupo habilidoso en los temas que todos nos sabemos, los mexicanos que nos encantan, el “Cielito lindo” y “La llorona”, por ejemplo, Lucía Gutiérrez Rebolloso se hizo del escenario como su voz alcanzó hasta el último espectador que para esta hora de la tarde ya llenaba el espacio, con todo y que el sol daba recio por la espalda.

Tanta fue su conexión con el público que para dar introducción al son jarocho de nombre “Las olas del mar”, confesó que un periodo de su vida tuvo un amor flamenco, y de ahí venían los arreglos que le hizo a la rola, que además le permitieron lucir más las tesituras de su voz. Son jarocho y flamenco en una rola. Ésas son las posibilidades del jazz. Imagine usted:

“Oigo las olas del mar / que no cesan ni un momento (…) por ninguna circunstancia / yo he dejado de quererte (…) soy presa en ese aposento / solo por querer amar”.

¡Ay, cómo nos gustan las que duelen!

Apenas parecía que comenzaba su presentación cuando ya se despedía. Y el público no la dejó; le exigió. Y hubo oportunidad no de una sino de tres más.

La primera de ellas, un son jarocho, uno más, cómo no. “Cascabel, sin no me quieres, no vivo de tu cariño / tus sentimientos de niño ocultan lo que tú eres”.

¡Ay, dolor, ya me volviste a dar!

En esa rola, le acompañaba un músico que se puso a tocar en serio lo que parecía ser un requinto jarocho o guitarra de son. Y le rascaba en serio, le rascaba firme y melódico. Bueno, pues le rascaba tan bien que le arrancó otro aullido a aquel masculino que le aullaba sin pudor al grupo que antecedió.

Luego de esa canción, Lucía cantó el “Cielito lindo” y, finalmente, por petición del público, cerró con “La llorona”. Puras canciones que todo público mexicano lleva en el corazón.

El maestro al piano

Para cerrar, un maestro, Gabriel Hernández, desde la hermana Cuba, con un jazz como se concibe en sexteto: el maestro al piano, acompañado por sax, trompeta, cuerdas, batería.

El jazz tiene un fundamento en la composición, pero tiende a enriquecerse con otros elementos acompañándolo, como el uranio, aunque, al contario de éste, el jazz en el lado benigno de las cosas.

El maestro Hernández tocaba el piano como si hubiera nacido tocándolo, como panadero en su oficio, como escriba, como escultor. Y a veces levantaba la mano derecha y, con un par de pases, como mago en su oficio, indicaba los turnos de los músicos para aventarse un solo, o para indicar una entrada y una salida.

Esa es otra de las bondades del jazz, que permiten a cada instrumentista hacer de su turno una pieza en sí, y dejarse llevar por el oficio y el instinto. Y cada solo, tan largo como deba ser, una vez que terminaba, era abrazado por una explosión de instrumentos, como aplaudiendo, como envolviendo la aportación. Y cada que un músico terminaba su turno, volteaba a ver el maestro, para confirmarle la salida, pedirle aprobación o saludarle con un sutil levantamiento de mentón… digamos que es la última opción.

Víctor Monterrubio, en la batería; Adrián Flores, contrabajo; Alejandro Delgado, en la trompeta; Luis Deniz, en total control del saxofón. Hasta ahí se nombran cinco músicos del sexteto hasta ahora en la nota.

La cantante Yaima Gutiérrez se incorporó para ponerle nuevas tesituras a la cosa. “Drume negrita”, cantó Yaima, con bellísima letra, del compositor cubano Eliseo Grenet, interpretada por quien usted quiera, Omara Portuondo, por ejemplo, para poner la referencia.

Luego anunció una de nombre “Cosas del amor” y, ay dolor, ya te me habías quitado. La penúltima rola fue “Danza ñáñiga”, uuff, otra de las rolas que compartieron Chucho Valdés y Omara.

Yaima se cantó cosas como: “No sé llorar, no sé reír / Las puertas se me cierran si tú no estás”. Iba a decir ¡ay cómo nos gusta sangrar por la herida!, pero prefiero decir que la música puede parar el sangrado.

El maestro Hernández se despidió con una frase matona: “La música es para todos y esta es la manera de compartirla”. Gracias por leer hasta aquí.

ricardo.quiroga@eleconomista.mx

kg

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