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El soldado que volvió a dejar colgada la ilusión de un país

Otra vez... como ya ocurrió en Beijing, en Daegu, el andarín mexicano, Éder Sánchez, volvió a decepcionar ya que era considerado un medallista garantizado.

Guadalajara, Jal. Al suelo el soldado. Y no se levantó. El asfalto le raspó la espalda. Ahí, con la cara al cielo, Éder Sánchez apretujaba los ojos. Jadeante aún, pensaba el andarín en los tantos kilómetros que habían quedado atrás y de sus ojos escurrieron las lágrimas.

Había fracasado el espigado soldado. Las promesas, sobre las que quería caminar a la gloria en Juegos Panamericanos, nada eran ya. Los músculos contracturados de sus pies le hicieron la maldad y simplemente no quisieron responder. Como no respondió el mismo Éder a su amenaza de arrasar con sus contrarios.

Veinte kilómetros y se acabó. No pudo darle batalla a un decidido Erick Barrondo, guatemalteco que con bandera en puño, atravesó la meta y se colgó el oro.

Éder lo había intentado. Pero se cansó y no pudo. O no quiso. Acaso la esperanza de medalla que se plantó en sus zapatos no le permitió caminar, ni siquiera contar con el mejor tiempo en la distancia en toda América, 1:19.36 horas lo pudo ayudar.

Nadie hace el tiempo que yo , se repetía mil veces ahí extendido en el suelo, apenas un metro después de la meta. Nadie hasta ahora le había dicho que los golpes a veces vienen de quien menos lo esperas. Y a él le llegó.

Dolió más que los calambres que le retorcían los músculos. Éder repetía la historia una y otra y otra vez. Parece una maldición que le persigue y camina más rápido que él, lo rebasa. El fantasma de aquella historia que lo marcó desde los Juegos Olímpicos de Beijing permanece.

No pudo en Beijing, por un dolor de estómago que lo llevó a caer en el lugar 15 de la competencia. Un chispazo en el Mundial de Berlín 2009 le dio el bronce y después, el andarín volvió al piso. En Daegu, en el Mundial, volvió a quedarse fuera del top ten y se fue, de nuevo, al puesto 15.

De nuevo el soldado caído. Pude ser el mejor , repasaba el argumento, una, 10, 100 veces en su mente. Pero no. Había ilusionado al país entero cuando después de 12 kilómetros sus pasos lo llevaban en el grupo puntero.

En el suelo, las sombras se entremezclaban como si, unidos por los brazos, uno a otro los marchistas se sostuvieran hombro a hombro. De pronto, el del número 587 en el dorso avanzó un poco, y otro poco y otro más. Se despegó.

Dientes apretados, miró el futuro, en el que le aguardaba una medalla y se lanzó hacia ella. Camina: uno, dos, uno, dos. Al ritmo del oro. Éder sólo le mira -con los ojos que de tanto sudor arden como fuego- la espalda, la silueta que se aleja cada vez más decidida.

Los pasos no alcanzan. Lejano Éder de la punta, tan lejano como Santo Domingo 2003, la última vez que un andarín subió al podio. Lo han rebasado ya uno, dos, tres, cuatro marchistas. Uno más. Éder levanta una pierna, la otra. ¡Ah, cómo pesan los zapatos! ¡Ah, cómo pesa un país!

Lejos está la meta esa adonde va, aguerrido, luego, una hora, 21 minutos y 51 segundos, Erick Barrondo, bandera guatemalteca en puño, ojos apretados y sonrisa bien puesta.

Detrás, a casi cuatro minutos, Éder ve la inalcanzable espalda, silueta esfumada. Allá la meta, donde el soldado, apenas llega, cae de espaldas, mira borroso al sol. Nadie hace el tiempo que yo , se repite una y otra y otra vez. Soldado al suelo. Y no se levantó.

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