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Opinión

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El mercado como religión (II)

Siguiendo con el análisis de Ayn Rand, en el libro Historia mínima del neoliberalismo, de Fernando Escalante Gonzalvo (Turner/Colmex, 2016), el más famoso de sus libros, y el más importante también, es La rebelión de Atlas. La trama es elaborada, artificiosa y muy simple. La sociedad norteamericana ha caído en poder de una colección de parásitos y saqueadores, los altruistas: burócratas, políticos, sindicalistas, que se dedican a exprimir a los individuos creativos, es decir, a los empresarios. Y literalmente los torturan para conocer sus secretos, y robarles sus ideas. Encabezados por un personaje de historieta, John Galt, empresario, aventurero y científico, además de hombre de acción, los empresarios deciden finalmente retirarse, y se reúnen en un valle de las Montañas Rocallosas, Galt’s Gulch, donde se dedican a disfrutar de su creatividad mientras el mundo de los parásitos se hunde, falto de su inteligencia y su espíritu.

Es claro que como novela no tiene ningún interés. Es una especie de melodrama distópico, trufado de fantasías sexuales, con personajes de caricatura: altruistas aviesos, debiluchos, retorcidos, y jóvenes y atléticos empresarios, geniales. La trama, la moraleja se exponen en largos discursos de los personajes, que dedican decenas de páginas a explicarse. En resumen, es un panfleto de 1,200 páginas, por partes iguales una celebración del egoísmo, en un mundo de fantasía, y un oscuro menosprecio hacia el mundo tal como es. No parece extraño que resulte atractivo para una mentalidad de adolescentes: después de todo, dice que sus inclinaciones egocéntricas, narcisistas, son indicios de grandeza, y que ellos, si cultivan la insensibilidad y la arrogancia, pueden pertenecer al grupo selecto de quienes se atreven a desafiar las reglas del mundo —que son las reglas de los débiles—.

Alrededor de Ayn Rand, se formó una pequeña secta, similar en muchas cosas a las que formaron Mary Baker Eddy, Edward Bellamy o L Ron Hubbard. Los fieles se reunían cotidianamente en el departamento de Ayn Rand para escuchar sus disertaciones, y para disfrutar de la sensación de estar entre los elegidos. Según han contado algunos de los devotos de ese tiempo, vivían en una realidad alternativa, vivían de hecho en el mundo caricaturesco maniqueo de La rebelión de Atlas. Había una única regla inalterable: lo que Ayn Rand dijera era la verdad, eran siempre juicios objetivos, expresión de la Racionalidad, y de la Moral. Y por lo tanto, disentir era ser irracional. No sólo era Rand el más perfecto ser humano que había existido, la cumbre de la sabiduría, sino que sus novelas eran también las mayores obras maestras del género. Imposible dudar. Rand tenía opiniones terminantes acerca de todo: literatura, cine, sexualidad. Para los miembros de la secta, por ejemplo, la regla era que sólo podían mantener relaciones sexuales con quienes fuesen sus iguales intelectualmente y compartieran las mismas ideas. Y como suele suceder en las sectas, ella escogió su amante entre los fieles: Nathaniel Branden, 10 años más joven que ella, y persuadió a su marido, y a la mujer de Branden, de que lo racional era mantener así las cosas. Y como sucede en las sectas, hubo juicios, herejías, expulsiones: Branden fue expulsado cuando decidió tener otra amante, y Murray Rothbard, por haberse casado con una devota cristiana.

Rand evitó siempre las discusiones, no admitió ninguna clase de debate sobre sus ideas. En su libro Objetivismo: la filosofía de Ayn Rand, su heredero y albacea literario, escribe “este libro no ha sido escrito para académicos, sino para seres humanos”. Se imagina que es bastante claro. En ese ambiente de invernadero intelectual, el grupo prohijó un grupo nutrido de charlatanes, del tipo de Peikoff y Branden, varios gurús de la persuasión subliminal, como Roger Callahan y Lee Shulman. En ese ambiente maduró también Alan Greenspan, el más famoso de los discípulos de Ayn Rand (fue presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos entre 1987 y el 2006).

*Máster y doctor en Derecho de la Competencia, profesor investigador de la UAEM y socio del área de competencia, protección de datos y consumidores del despacho Jalife& Caballero.

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