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La cocina como alternativa (o apuntes para los tiempos que se acaban)
Nadie piensa que el peor papel de un hombre es ponerse el delantal y darle vueltas al caldo.
Baste ya de rigores, mi bien, baste. El mundo se va a acabar con o sin voluntad política pero usted no sobrevivirá si no come. No lo dude, somos mucho más que una averiguación previa. Somos lo que comemos, lloramos lo que no podemos comer y cocinamos con la s
¿Que tiene la sensación de que hemos llegado al fin? Le asiste la razón: se acaba el año y se acabó el sexenio. Todo terminó: las esperanzas, el sistema político, las verdades y las mentiras, la deliciosa panacea -más deliciosa aún porque suena como a pan dulce- del trabajo seguro de nueve de la mañana a seis de la tarde, la tranquilidad que nos acompañó durante seis años, durmió a nuestros desvelos, nos regaló aguinaldos e hizo que los pies se nos hincharan de tanto caminar. Ya estuvo. Declina el año y usted cree que si no fuera porque todo mundo va a tratar de esconderse detrás del árbol de Navidad , no veríamos más que desesperación en la cara de papá Noel, un brillo maligno en las esferitas, peticiones de empleo para los Reyes Magos, notitas para el niño Dios rogándole, por favor, -hemos sido muy buenos- que en los próximos seis años no nos desampare ni de noche ni de día.
Tranquilícese. Cómprese unas castañas o unos elotes, áselos largamente al fuego y, cada vez que mastique no piense más que en esa sensación. ¿No le parece mejor ejercicio que firmar un documento tras otro?
Mire a su alrededor. ¿No es verdad que el calor de la estufa, el inmaculado brillo de los azulejos de la cocina y la hermética seguridad de su refrigerador le proporcionan una sensación de seguridad que le parecía perdida?. Aquí no hay teléfonos que suenen ni secretariales Martitas que le digan todo el tiempo “señor licenciado, le llama el señor licenciado “ . Lo más complicado en este universo de frutas y verduras es, quizá, poner a funcionar el horno de microondas. La amenaza más terrible que no se descongelen a tiempo las pechugas para la cena y la peor acusación que podrían hacerle a su honra, si es que se decide por la cocina como alternativa, sería que el asado se le pasó de sal.
No se arredere. Muy bien sabe que ya estamos en una época en que nadie piensa que el peor papel de un hombre es ponerse el delantal y darle vueltas al caldo. Es, por el contrario, casi una alta virtud.
Pondré algunos ejemplos para su consuelo y apetito, lector querido. El virrey Marqués de Mancera, político de talento, un día de ánimo alegre y despreocupado, se olvidó de sus asuntos y se las ingenió para inventar una taza-plato en la que pudieran convivir golosamente los bizcochos y el chocolate en qué sopearlos. Ninguna calle, tratado, galaxia, declaración, libro de poemas o máquina de guerra se llamó como su invento, pero, hasta la fecha -como si no hubiera habido nada qué hacer en la Nueva España- su taza- plato se nombra “la mancerina” y no tiene comparación. Marcel Proust, conciente de que a veces paladear y oler un buen platillo hace insípidas a las musas, una tarde de noviembre tomó una taza de té y mordió algunas magdalenas. Acto seguido se acostó en su cama y escribió casi sin levantarse, En busca del tiempo perdidio, los nueve tomos más impresionantes de la novelística moderna.
Nadie se avergüenza, por ejemplo, de que genios como Leonardo Da Vinci hayan inventado, además del helicóptero, una máquina para rebanar fácilmente los huevos duros, escrito un escrupulosio cuaderno con notas de cocina y haya sido el primero que se preguntó cómo llamar a un platillo que tuviera carne entre dos rebandas de pan. La historia es fascinante.
Como muchos genios, Leonardo Da Vinci tuvo una familia disfuncional donde se divorcian los padres y cada uno se encuentra con una pareja nueva. Su padrastro era un dedicado glotón, un tal Accatabriga que en la comida hallaba la emoción del placer más intenso, el consuelo de mucho trabajo y poco descanso y que colmaba al niño Leonardo de dulces. Pero también era un buen cocinero y le inculcó las sutilezas de la preparación y el emplatado. Fue así como el arte de la cocina y una pasión por inventar nuevos platillos acompañó a Da Vinci durante toda su vida.
A los diez años, Leonardo cambió de domicilio y se fue a vivir con su padre, que le permitió seguir recibiendo los confites de su padrastro, pero lo metió de aprendiz en el taller de Verrochio, un pintor, herrero, escultor y matemático que lo reconvenía todos los días por su glotonería. Un año después Leonardo ya no era el más gordito de sus aprendices y, apreciaba mucho más la sutil reacción química de los mazapanes al secarse al sol, que el sabor almendrado de la harina mal mezclada. Pasaron los años y Leonardo, para mantenerse a sí mismo y ganar dibero, fue camarero en varias posadas, y al final, el encargado de cocina de la muy famosa taberna, Los Tres Caracoles, después que todos los cocineros hubieron muerto envenenados por un podrido caldo de conejo. En aquel trabajo, que obviamente no impidió su labor en las bellas artes, inventó y descubrió nuevos sabores y manjares y pasó horas cavilando sobre cómo podría evitar el derroche de tiempo y esfuerzos a la hora de cocinar. Lo anotó todo.
Finalmente halló refugio, mecenazgo y hacienda en la corte de Ludovico Sforza, gobernador de Milán porque en su presentación dijo lo siguiente:“No tengo par en la fabricación de puentes, fortificaciones, catapultas y otros dispositivos secretos. Mis pinturas y esculturas pueden compararse ventajosamente a las de cualquier otro artista. Soy maestro en contar acertijos y hacer nudos. Pero también hago pasteles que no tienen igual”.
Ludovico, impresionado, lo contrató de inmediato. Leonardo se convirtió en consejero de fortificaciones y maestro de banquetes en la corte de los Sforza. En aquella gloriosa época de su vida, además de pintar, esculpir y diseñar aparatos de guerra terminó su cuaderno de anotaciones culinarias que se convirtió en la mejor guía de cocina y buenas maneras para sentarse a la mesa del Renacimiento.
Hoy es un libro maravilloso, descubierto en 1981, publicado en 1987 y que se llama indistintamente Codex Romanoff o Notas de cocina de Leonardo Da Vinci.
Si usted lo decide y se lo regala, lector querido, podrá asombrarse leyendo cómo Leonardo fue el primero que se imaginó que dentro de un cucurucho se podían servir alimentos, cuáles son las cualidades de un buen repostero y también la mejor forma de sentar un asesino a la mesa para que no arruinar la cena. Todo ello porque Leonardo también llegó a la conclusión de que no se podía cocinar en una cocina que no estuviera escrupulosamente limpia y tampoco sentar a la vera de los invitados de su señor, en el comedor, a ningún mal elemento que diera al traste con todo. Ya lo habían dicho los griegos: el arte ha de ser, ante todo, un halago a los sentidos. Y el arte de la cocina el más útil, sabroso y seguro.