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Opinión

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La vida después de la muerte: a propósito del Día de Muertos

Foto: Cortesía INAH.

La tradición mexicana de celebrar a nuestros muertos, una tradición que admiran propios y extraños, está fincada en la diosa náhuatl Mictecacíhuatl. Esta deidad presidía las festividades de los difuntos y era la esposa de Mictlantecutli. Es representada como una mujer desollada cuyos huesos pueden verse entre sus carnes, con la boca abierta tragando estrellas; él es concebido como un dios esqueleto salpicado de sangre que lleva un collar formado de globos oculares y aretes hechos de huesos humanos.

Aunque su cabeza es un cráneo, tiene ojos inyectados de sangre. Una vez que los españoles se impusieron, los ritos de estos dioses de la muerte, que incluían sacrificio humano y canibalismo, se incorporaron veladamente en la tradición religiosa. El resultado es sincretismo puro. Cuando festejamos el día de muertos en México, tal vez sin saberlo estamos rememorando a los terribles dioses de la muerte: esa noche, el Mictlán y nuestro mundo se conectan.

¿Qué pasa después de la muerte y por qué es importante meditar sobre ello? O muere el ser humano y acaba todo, o bien muere y de algún modo accede a una nueva realidad. La muerte podría significar el fin, o el principio. He aquí tres respuestas provisionales:

Primera: No existe ninguna evidencia empírica para sostener que después de esta vida hay algo más. De acuerdo con la ciencia, todo acaba para una persona cuando muere: no hay juicio final, no hay premio ni castigo, no hay alma inmortal que subsista.

Segunda: El cristianismo ofrece vida eterna a quienes crean y sigan a Cristo: el alma separada del cuerpo volverá a unirse con su mismo cuerpo (resurrección, cuerpo glorioso), aunque éste se haya podrido o quemado. El justo verá a Dios cara a cara y su apetito racional –la voluntad– quedará infinitamente saciado y sempiterno. La salvación es algo personal, individual: uno es quien se salva y quien ve a Dios cara a cara.

Tercera: Para las tradiciones derivadas del antiguo brahmanismo (budismo, tantrismo, taoísmo, etcétera), la salvación, vista así, no hace sentido. Mientras occidente exalta la individualidad hasta en la salvación, para estas tradiciones orientales de lo que se trata es de desprenderse del yo, porque, según ellos, el yo es la causa de todo mal. El yo desea, y su deseo es egoísta. Si logramos de algún modo anular el yo, cesará el deseo. El culmen de esto es el Nirvana. Alcanzarlo significa la supresión total del yo, el fin de todo dolor, de todo sufrimiento, de toda angustia. El yo es como una gota de agua: la gota se piensa una, se cree individual, con existencia propia, y se percibe como distinta de todo lo demás, pero cuando la gota cae en el océano cósmico, deja de ser ella y se fusiona eternamente con el todo y se convierte en la Nada.

La respuesta de la ciencia es la más triste, porque no hay ni salvación, ni condena, ni nada: ¿qué pasa después de la muerte? Nada. Ya lo decía Stephen Hawking: «Concibo al cerebro como una computadora que dejará de funcionar cuando sus componentes fallen. No hay paraíso ni vida después de la muerte para las computadoras que ya no sirven; es un cuento de hadas para la gente que teme a la oscuridad.» Tal vez, como piensan Hawking y muchos más, el ser humano, ese ser que asumimos espiritual, no sea más que la evolución alcanzando la fase del pensamiento y no la obra de un Dios que insufla el hálito de vida a cada alma.

Y nosotros aquí, con esta preocupación trascendental. Porque no es lo mismo que exista vida después de la muerte a que no haya nada. En mi opinión, de no haber nada, de ser esta existencia lo único, casi nada tendría sentido, y prácticamente no habría diferencia entre la muerte de un bonobo y la de un ser humano.

Preocupa existencialmente pensar que no hay nada en las ciencias naturales que indique hacia el más allá. Quizá aterre pensar que lo único que tenemos es la filosofía… y la fe. Parafraseando a Pavese, al final del día verrà la morte e avrà i nostri occhi (vendrá la muerte y tendrá nuestros ojos).

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