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Opinión

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Orígenes

Perdieron la guerra, pero no la batalla de llegar a Francia donde permanecieron en diferentes campos de concentración. Mira tú los franceses –dijo mi padre- mucha legalité, mucha igualité, mucha fraternité y alé, alé, alé...

En el campo para mujeres de Ville de Avion nació la segunda de mis hermanas. Ella cumplió un mes el día que el Mexique arribó a Veracruz.

El Mexique era un barco de carga habilitado para transportar a un grupo de refugiados españoles que desembarcaron en la Villa Rica de la Vera Cruz con las naves quemadas de antemano. En el elenco de pasajeros: Pascuala Verdejo viuda de Roldán, de 97 años; su hija, mi abuela, Isabel Roldán viuda de Ajenjo, de 62; su hija, mi madre, Concepción Ajenjo Roldán, de 27; sus hijas, mis hermanas, Dolores, de dos años, y la cumplemesina María Isabel.

Encabezaban esta singular expedición familiar mi padre Manuel Rodríguez Tarifa, de 31 años, al alimón con el sexagenario primer actor del Teatro Español don José Morcillo, su padre putativo -años después padre de María Félix en la película Enamorada-. Eran siete de familia. Corría el año 39, gobernaba la República Mexicana mi general Lázaro Cárdenas.

La de España fue el ensayo generalísimo de la guerra que estalló en Europa, apenas los refugiados se instalaban en la Muy Noble y Leal Ciudad de México. Eran muchos y de distinto origen, diferente índole y diversa catadura.

Babel política de comunistas, liberales, demócratas, trotskistas, socialistas, anarquistas y republicanos a secas. Había obreros y artistas, amas de casa sin casa, maestros sin escuela, niños y ancianos, poetas y cirujanos, viudas y filósofos, y juristas y cantantes de zarzuela. Buscaban trabajo, tomaban café y discutían a gritos. - Sólo hay una España: la mía . Hubo uno que llegaba a las tertulias gritando: - Acepto controversias . Con dignidad mitigaban su derrota.

La que sería mi familia fijó su domicilio en un segundo piso de la Cerrada de Vallarta, a un costado del Monumento a la Revolución. -Ay hija -se quejaba la bisabuela- no sé lo que me pasa aquí que me mareo. -Es la altura abuela.

-Qué altura ni que ocho cuartos, si en Madrid vivíamos en un cuarto piso.

La guerra se hizo mundial, mi padre comerciante y don José Morcillo, actor del cine nacional. Siguieron siendo siete en la familia, cinco mujeres y dos hombres. Murió la bisabuela Pascuala como era natural; y como no era natural, pues fue sietemesina, nació mi hermana Conchita. Papá se nacionalizó mexicano. Sus primeras palabras como compatriota fueron: Ya me la peló Franco .

La familia de siete cambió de domicilio a la calle de Ricardo Castro número 77, colonia Guadalupe Inn, Villa Álvaro Obregón, en el sur del Distrito Federal. Han transcurrido cinco años de exilio.

Los 15 de septiembre, además de la tradicional y persistente ceremonia del Grito, era costumbre de la época, entre los habitantes de los barrios y de las colonias de la capital, festejar la Independencia de México bombardeando, sin piedad, con cohetes las casas y los comercios de sus vecinos españoles, no haciendo distingos entre los de la H. -tradicional y franquista- colonia española y los asilados republicanos. Agarraban parejo. - Todos los que hablan con la ‘zeta’ son gachupines -. Al otro día, bombarderos y bombardeados se saludaban con respeto y sin rencores como si nada hubiese pasado. (Esta tradición pasó al olvido cuando el licenciado Uruchurtu, regente de la ciudad de México, abolió la quema de cohetes en la ciudad y los hijos de los españoles el uso de la zeta en nuestro lenguaje).

La tarde es tibia y transparente, el Sol una enorme naranja que se esconde a espaldas de la gente que camina hacia el Zócalo. Marchan felices en patriótica peregrinación, echan relajo, suenan trompetas de cartón y matracas, agitan banderas y rehiletes tricolores. Mi padre detiene el paso para admirar el crepúsculo en la ciudad vestida de fiesta. Siente amor por este país de claroscuros donde encontró la patria que perdió con la guerra.

Después entra al Café Latino, lugar común de los refugiados españoles.

-Este año cae Franco... -Ojalá y no... ¿Cómo..? ¡¿No quieres que caiga Franco?! -Sí, pero este año no... -¡¿?! -Porque este año debutará en México Manolete.

Mi padre regresa a casa justo cuando empiezan a estallar los primeros cohetes de la noche. ¡Pum! -El abuelo dijo hasta mañana, subió a su cuarto, se tapó los oídos con algodón y se quedó dormido mientras releía una comedia de los Álvarez Quintero. ¡Pum! En la habitación de junto, la abuela les canta a las tres niñas una especie de arrullo, cuya letra acostumbraba improvisar según lo que fuera pasando en ese momento -la de esta noche debe haber versado sobre los malas sombra, hijos de su puñetera madre, que con sus cohetes no dejan dormir a las pequeñas, me cago en su estampa -. Mientras canta, se rasca las piernas hasta sangrarse. Cuando se percata de que sus nietas duermen, deja de cantar pero no de rascarse, lo hace con rabia y como todas las noches, en voz alta, le pide a Dios morir.

Tiene ocho años sin saber nada de su hijo, el tío Carlos. No sabe si murió en la guerra, si lo fusilaron los nacionalistas o si está en la cárcel. De la angustia le salieron en las piernas ronchas que, a fuerza de rascarse, ha convertido en llagas que cubre con improvisadas vendas hechas con sábanas viejas. ¡Pum! La abuela llora hasta quedar dormida.

La banda sonora de la historia que está ocurriendo se compone de constantes estallidos, fugaces silbidos y chisporroteos de cohetes de todos géneros y calibres que retumbarán mezclados y sobreimpuestos en varios planos con música de mariachi y voces que gritan vivas a México, mueras a los gachupines y otras consignas alusivas a la patriótica conmemoración.

Mamá comprueba que sus hijas y su madre ya duermen y baja a la sala con mi padre. El coheterío arrecia. Papá prende la radio para oír el Grito que en estos momentos da su tocayo el Presidente Ávila Camacho. Puesto de pie y con respeto escucha el Himno Nacional que sucede a las palabras del cachetón Mandatario. ¡Pum!

Terminó la transmisión a control remoto desde Palacio Nacional, en la radio hay un programa de música mexicana. -¡Viva México! ¡Viva América! Consuelo bendito de Dios- entona una cantadora con bravío pecho.

La calle está borracha de alcohol y pólvora. La noche inhala humo y transpira euforia. El desmadroso Ejército Insurgente de vecinos y transeúntes sube el tono de sus arengas, a los viva México le agregan la frase hijos de su pinche madre; a los mueran los gachupines la palabra putos o culeros indistintamente. Un enardecido patriota, huérfano de parque y madre, arroja una botella vacía del mero mero Ron Potrero, que estrepitosamente se estrella en la puerta de la casa y cae hecha añicos en el mosaico rojo del patio.

-No pasa nada... Mientras no se meta un Pípila a prendernos fuego-, dice mi padre que ya había leído un poco de la historia de México.

-Si se mete un pípila, nos lo quedamos y lo engordamos para la cena de Noche Buena-, complementa mi madre que ya sabía que a los pavos, además de guajolotes, aquí les decimos pípilas . Ríen y se miran con ternura. Amigos desde la adolescencia, cómplices del mismo sueño y víctimas de la misma pesadilla, comparten vida y exilio. Los dos al mismo tiempo reparan en la canción que se oye en la radio, es la misma que escucharon en Veracruz al bajar del barco y que, en ese momento, hicieron suya: Si tuviera cuatro vidas/ cuatro vidas serían para ti. Se aman desde siempre. Apagan la luz.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Nueve meses después, la madrugada del 16 de junio de 1945, nací yo. -¡Viva México, cabrones!

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