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Opinión

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Por si la Virgen nos habla

Fue el viernes 12 de diciembre de 1531 –juran las crónicas–, cuando la Virgen de Guadalupe se le apareció por cuarta vez a Juan Diego. Según el “Nican Mopohua”  le dijo textualmente: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?... sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.”

Juan Diego, entonces, fue a ver a fray Juan de Zumárraga, máxima autoridad eclesiástica del momento. Bien sabemos que el obispo sospechó que había herejía en su pensamiento y tontería en su corazón y no se convenció de nada hasta que Juan Diego desenvolvió su manta, cientos de rosas rodaron por el suelo y apareció pintado en la tilma un santo dibujo de la Virgen, que se conservaría en el templo del Tepeyac –que efectivamente se construyó– después en la basílica vieja y para siempre en la nueva.

La mayoría de los estudiosos afirman que Juan Diego nació en 1474 en el calpulli de Tlayacac en Cuautitlán, establecido en 1168 por la tribu nahua, localizado 20 kilómetros al norte de Tenochtitlan y posteriormente conquistado por el jefe azteca Axayácatl. El “Nican Mopohua” lo describe como un "macehualli", o "pobre indio", es decir un hombre que no pertenecía a ninguna de las altas categorías sociales del Imperio, pues no era funcionario, ni sacerdote, guerrero o mercader, solamente un integrante más de la población más oprimida y numerosa del Imperio Azteca.

Hablándole a Nuestra Señora de Guadalupe, Juan Diego se describe a sí mismo como "un hombrecillo", un “don nadie “y a tal cosa atribuye la primera e incrédula reacción del obispo Zumárraga. Pero ya se sabe lo ocurrido y lo que sigue ocurriendo: gracias a su encuentro con La Morenita, la Virgen de Guadalupe se convertiría en nuestra santa patrona y tendría que ver con muchas de las gracias y desgracias de la patria.

En los tiempos de la lucha por la Independencia, sería estandarte de batalla de los insurgentes. Tanto, que hasta se midió con otra advocación mariana: la Virgen de los Remedios, favorita de los conquistadores del imperio español. Cuenta Carlos María de Bustamante que, en tiempos de aquella cruenta lucha, se echó a correr la voz de una aparición de la Virgen de los Remedios, y en su libro “Cuadro histórico de la revolución mexicana, comenzada en 15 de septiembre de 1810  por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla”, describe así el episodio:

“Grande fue la sorpresa que recibió el virrey Francisco Javier Venegas con la noticia de esta desgracia de sus armas, la batalla perdida del Monte de las Cruces, y no poca la consternación en que se vio la capital. Como los visionarios y falsos devotos siempre toman su parte en todos los acontecimientos públicos, y el gobierno auxiliaba sus intentonas para deslumbrar a este público y sacar todo el partido posible, he aquí que el diablo que no duerme escogió el mejor medio de alborotar a este pueblo y hacerlo que santamente armase un nuevo molote. Aparecióse nuestra Señora de los Remedios; pero no por los aires como cuentan las leyendas de ahora tres siglos, echando tierra a los indios mexicanos en los ojos, sino en coche, y en manos del padre capellán de su santuario. Púsosele a este bendito eclesiástico en la cabeza que el cura Hidalgo pudiera venir a robarse aquel simulacro de María Santísima, y con él sus alhajas, y así que emprendió trasladarlo muy lejos de esta catedral, librándolo de unas manos sacrílegas. Conocíamos el ferocísimo carácter de nuestros enemigos, y cada uno vaticinaba  una serie de desgracias. Por semejantes motivos la llegada de nuestra Señora de los Remedios se tuvo por un agüero feliz contra los insurgentes.”

Sin embargo, –gracias a Dios– ya sabemos que ni siquiera la aparición de la virgen extranjera pudo hacer nada contra el nacimiento del México independiente. La Virgen de Guadalupe hizo un milagro mayor y estuvo de nuestro lado desde el principio.

Hazañas grandes y pequeñas de nuestra Historia siguieron imputándosele a la Virgen de Guadalupe y la lista de nuestras peticiones casi siempre completada. Todavía es así. Como todos los años, lector querido, podemos seguir orando hasta por favores imposibles: la desaparición de la injusticia y la estupidez humana, la armonía política entre partidos, estadistas y naciones, paz en el espíritu, delgadez en el cuerpo y un espíritu robusto.

En el pedir está el dar, dicen. Cosa de no perder el fervor y estar dispuesto, incluso a caminar de rodillas. Por si la Virgen se nos aparece y nos habla.

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