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Opinión

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¿Qué hacer con la ultraderecha?

Europa se encuentra abrumada por la proliferación de partidos de extrema derecha cada vez más exitosos electoralmente. Este crecimiento plantea un grave dilema a los partidos tradicionales. La ultraderecha siempre ha existido, pero su anterior irrelevancia permitía despreciarla olímpicamente. Por mucho tiempo los demócratas optaron por levantar un “cordón sanitario” contra los extremistas e impedir su participación en cualquier gabinete o coalición de gobierno. Cero colaboraciones con ellos porque se consideraba a sus propuestas incompatibles con un sistema democrático e inaceptables en cualquier catálogo mínimo de respeto a los derechos humanos.

Pero los ultras han cobrado fuerza en casi todas las naciones europeas y aunque la idea de mantenerlos asilados sigue vigente en algunos casos, el desgaste de los partidos tradicionales está dificultando la aritmética de coaliciones por doquier. La presencia de los extremistas ya es irrefutable y también es demasiado grande la tentación de aliarse con ellos para obtener el poder.

 

El cordón sanitario no sirvió de nada a la hora de frenar el crecimiento de la extrema derecha, la cual se quedó fuera de las instituciones, pero creció su aceptación en las urnas. Por eso conviene entender en cada caso cual es la fuerza real de los extremistas, qué implica política e institucionalmente aplicar el cordón sanitario y calcular la forma cómo esta medida sería recibida por la ciudadanía, porque si no se corre el riesgo de ubicarlos en centro de toda la atención política.

En países como Austria, España, Italia, Finlandia o Bulgaria se empezaron a dar las primeras “regularizaciones” de los también llamados “populistas de derecha”. Mucho más destacados son los casos de partidos extremistas gobernantes en países de Europa del Este como Hungría, Eslovaquia y (por algún tiempo) Polonia. Sin olvidar, desde luego, el arribo de Giorgia Meloni a la jefatura de gobierno italiano al frente de un partido con raíces neofascistas y mucha bilis dirigida contra los inmigrantes.

 

Mantener al “cordón sanitario” ha demostrado tener riesgos. Denunciar a los racistas y xenófobos es una causa digna, pero tratarlos como “intocables” ha profundizado su “mística” electoral. Cuanto más feroz sea la alianza contra los xenófobos, más votantes pueden llegar a verlos como la única alternativa ante un cártel político al cual consideran desfasado. También muchos lo interpretan como un mensaje despectivo a los electores al reprochándoles su voto por “inmoral” o “políticamente incorrecto”, cuando ellos pueden tener una diversidad de motivos diversos y legítimos. Cabe preguntarse qué tan válido es deslegitimar estas inquietudes y demandas. El resultado puede ser un incremento de la desconfianza entre gobernantes y gobernados.

Por eso crece el criterio de considerar a las ultras opciones “normales” y legítimas para ser socios de gobierno y confiar, así, en que el peso de la responsabilidad gubernamental y las dinámicas institucionales hagan mella en su discurso radical. Pero, por otro lado, también debe advertirse una relativa pérdida de derechos en países como la Italia de Meloni (quien se mantiene popular tras casi dos años de gobierno), la Hungría de Orbán (reelecto ya varias veces) e incluso en Austria, Holanda, Suecia y otras naciones con la presencia o influencia de los extremistas en coaliciones de gobierno.

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