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Pagar, vender y comprar biodiversidad
La conservación de la biodiversidad implica, de alguna forma, pagar por ello. Quién paga, a quién, cómo se paga, y para qué, son las preguntas obligadas. Recordemos que la tierra, toda, en los territorios de las naciones, tiene dueños, sean estos propietarios privados o individuales, diversos tipos de comunidades, o, el propio Estado (como en Estados Unidos, donde el Estado es propietario de más de la tercera parte del territorio nacional). México es un Estado sin tierra, ya que perdió casi todo su patrimonio territorial – terrenos nacionales – durante las décadas de Reforma Agraria en el siglo XX, al privatizarlo y entregarlo, virtualmente en su totalidad, a ejidos, comunidades y a personas físicas. De hecho, en nuestro país, incluso los Parques Nacionales, Reservas de la Biósfera y otras Áreas Naturales Protegidas son, salvo muy contadas excepciones, propiedades privadas de comunidades, ejidos o personas físicas. Esto plantea en principio, recurrentemente, una tensión y conflicto entre los intereses de los propietarios, que lógicamente buscan la explotación de su tierra (bienes privados), y los intereses públicos (bienes públicos) de conservación o de uso público. (Dado que la tierra en México es totalmente privada, quienes no somos propietarios rurales no tenemos derecho a ella, ni al paisaje, a valores escénicos, ni a la recreación, ni a la conservación, y, obviamente, menos aún, al estar en la actualidad buena parte del territorio nacional bajo control de criminales). Es así que conservar, o hacer prevalecer bienes públicos implica pagar, en principio, el costo de oportunidad de la conservación: es decir, lo que los propietarios dejan de ganar al renunciar a la explotación de la tierra, al menos bajo ciertas modalidades. Existen bosques, por ejemplo, en la Sierra Juárez de Oaxaca, donde el propio valor comercial maderable del bosque para los propietarios, es suficiente para pagar los costos de oportunidad, digamos, del uso agropecuario de la tierra. Sin embargo, las condiciones ecológicas, fisiográficas, forestales y sociales que lo permiten, son poco frecuentes.
En el caso de las Áreas Naturales Protegidas, además del costo de oportunidad es preciso asignar presupuestos para el manejo de las tierras bajo conservación, en términos de vigilancia, equipos de prevención y combate a incendios, guardaparques y otro personal técnico y administrativo (mayoritariamente compuesto por pobladores locales), infraestructura y equipamiento, investigación científica, educación ambiental, turismo ecológico (que también significa ingresos o pagos para los propietarios), y otros conceptos. Todo lo anterior adquiere una importancia mucho mayor en nuestro país, en la medida en que las Áreas Naturales Protegidas son, esencialmente, de propiedad privada. Se supone que esto es cubierto con los recursos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas. No obstante, desde hace varios años sus presupuestos han sido de tal forma castigados, que ha caído en la irrelevancia, y convertida en brazo ejecutor de destrucción de infraestructura estratégica, en instrumento de propaganda de megaproyectos militarizados, y de venganzas gubernamentales (Ejemplos: Nuevo Aeropuerto Internacional de México en Texcoco, “parques” del Tren Maya, Islas Marías, CALICA en Quintana Roo, Campo de Golf de Salinas Pliego en Huatulco, etcétera.). De tal forma, las Áreas Naturales Protegidas de México han sido virtualmente abandonadas. En otro sentido, los pagos directos por concepto de costos de oportunidad, hasta antes del 2018, habían jugado un papel muy significativo en la conservación a través de los Pagos por Servicios Ambientales a propietarios de bosques por parte de la Comisión Nacional Forestal. Por otro lado, también existían políticas y programas de promoción al manejo sustentable de bosques en ejidos y comunidades, lo cual permitía generar los incentivos productivos y comerciales necesarios para su conservación. Todo ello fue en gran medida desmantelado en años anteriores, además de recortes presupuestales incapacitantes para la propia CONAFOR. O sea, el gobierno pagaba costos de oportunidad de la conservación de diversas formas, con recursos del erario, a propietarios de la tierra.
Cabe señalar que también el sector privado ha contribuido, financiando el manejo de Áreas Naturales Protegidas, e incluso, comprando tierras a ejidos para asegurar su conservación (como fue el caso de la Isla Espíritu Santo en el Mar de Cortés). Un mecanismo más, del cual se ha hablado mucho, es un mercado de venta y compra de “Bonos de Biodiversidad” que podrían amparar la conservación de una determinada superficie – digamos, una hectárea como unidad de cuenta – de algún ecosistema relevante con el inventario de especies correspondiente, y durante un cierto período. Pero, para ello, se requiere el acuerdo contractual de los propietarios, o bien, la compra de las tierras, un programa creíble y confiable a largo plazo de conservación, e instituciones que lo promuevan, avalen, acrediten, monitoreen y certifiquen. También, desde luego, que garanticen una buena regulación y “adicionalidad”. Interesantemente, este mercado haría emerger un “precio” para la biodiversidad. El mercado juzgaría qué es más valioso: una selva tropical, un manglar, un arrecife coralino, un desierto, o un bosque de coníferas. Esto, evidentemente, es un poco difícil de digerir, pero debe explorarse y desarrollarse.