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Se llamaba Leona y quería ser libre
Diferente a los grandes ídolos de la historia mexicana, no sólo por su condición femenina sino porque se aparta de todas las mujeres célebres consignadas en los libros de texto, Leona Vicario permanece en un lugar recóndito y casi misterioso del panteón de héroes nacionales. Poco se sabe con certeza de su persona y, sin embargo, mucho se asume y se dice: que fue la primera periodista mexicana; la autora de una red de espionaje para combatir a la corona española; una niña rica que empeñó sus joyas para comprarle fusiles a los insurgentes o la heroína más tonta y romántica de todas por haber arriesgado la vida siguiendo los pasos de su amado.
Leona es todo lo anterior y nada de eso. En su historia, algunas habladurías resultaron verdades, hubo palabras escritas que no demostraron nada y frases salidas de su pluma con sujetos y predicados que nadie supo leer. Investigar a este personaje nunca ha sido fácil, pero sigue siendo fascinante. Mucho tiempo hubo de pasar para reconocerla pero ha llegado el momento. No sólo porque está decretado oficialmente que este año 2020 está dedicado a ella —bastaría solamente leer la rúbrica de todos los informes, documentos y oficios de los papeles institucionales—, sino porque parece que aunque amenaza tormenta, este mundo no se va a acabar sin reconocer a esta mujer que llegó a nuestra historia cuando todavía éramos colonia del reino español, lo arriesgó todo para liberar a la patria y fue testigo presencial del nacimiento de México, la derrota de dos imperios, el surgimiento de la República y cómo la nación se ponía a la venta y empezaba a cortarse en pedacitos. (Todo ello por no mencionar que es la primera mujer registrada que vivió sola en su propio apartamento, parió a su primera hija en una cueva, resistió los interrogatorios de la Inquisición, fue perseguida y presa y escapó de su encierro; fue nombrada dos veces Benemérita Madre de la Patria, se enfrentó a Lucas Alamán, el amor de su vida le duró toda la vida y otras minucias y aventuras varias).
María de la Soledad Leona Camila Vicario Fernández de San Salvador —que así de largo se llamaba— nació en la Ciudad de México, cuando todavía se llamaba Nueva España, el 10 de abril de 1789. Fue la hija única del segundo matrimonio de don Gaspar Martín Vicario, español oriundo de Castilla la Vieja, y de María Camila Fernández de San Salvador, una joven de ilustre familia toluqueña, cuyos hermanos fueron importantes abogados, con muy importantes puestos dentro del gobierno virreinal y furibundos activistas en contra de los insurgentes y el movimiento de Independencia.
Camila y Gaspar tenían apenas un par de años de casados cuando nació su única hija y cuenta la leyenda que fue terminando su bautizo, en la parroquia del arcángel San Miguel de esta ciudad, cuando su honorabilísimo tío materno ya nombrado padrino, don Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, había dicho, mirando a la pequeña, que desde ese momento todos podían llamarla Leona porque de entre todos sus nombres, era ése el que le acomodaba más. Parecería que además de ilustre, don Agustín resultó ser psíquico y psicólogo, porque el lema de la vida de Leona Vicario escrito de su mismo puño y letra fue: “Me llamo Leona y quiero vivir libre como una fiera”.
Así lo hizo. Rebelde y determinada, Leona llegó a un mundo donde las niñas y señoritas decentes no tenían nada más que aprender de memoria que el catecismo, aprender pero nunca coser —porque no habían de mantenerse de la costura—, comer con limpieza, vestir a la moda, andar garbosamente, saber bailar contradanzas y valses, tocar el fortepiano cantar un poco y no mucho ni muy bien. De leer, nada. Ni folletos, ni periódicos y mucho menos los libros consignados en la lista de los prohibidos por el Santo Oficio, los que venían de Europa con sus escandalosas teorías que hablaban de la libertad, la independencia y el derecho de cada pueblo a decidir su propia manera de gobernarse. Leona los leyó todos.
De temperamento naturalmente independiente, no es extraño que Leona Vicario fuera una figura clave en el movimiento insurgente. Huérfana de ambos padres desde los 18, con una herencia considerable, inteligencia feroz y muy buena pluma, conoció al joven estudiante de derecho Andrés Quintana Roo, pasante de su tío y convencido militante del movimiento independentista y allí cambió todo. Leona se involucró en el movimiento, comenzó a escribir en los periódicos que Quintana Roo editaba a favor de los rebeldes y aprovechó su condición social para ayudar a los soldados en sus batallas contra el ejército realista, mandar insumos, provisiones y recados a los jefes insurgentes, advertir de las maniobras que el gobierno planeaba contra ellos y concientizar, a quien quisiera oírla, que la soberanía residía en el pueblo y la única manera honrada de vivir era pensando claro y actuando con compromiso.
Coherente y libre, cuando llegó el momento, Leona Vicario también siguió el mandato de sus palabras: lo dejó todo y se fue a la guerra.
Allí encontraría todo lo demás.